Con la muerte de Robert Redford no sólo desaparece un actor legendario, se extingue uno de los últimos testigos de un Hollywood que fue brújula cultural y espejo generacional. El siglo XX se nos va no en los calendarios, sino en la memoria de quienes lo encarnaron.

Quedamos pocos. Así se siente cada vez que muere alguna de las figuras que marcaron nuestro paso por el siglo XX. Más aún en el caso de Robert Redford. No se trataba sólo de un gran actor, que lo era, ni por ser director o productor. Tampoco exclusivamente por su carácter de activista de derechos civiles o naturales. Lo que desaparece con él es un gran trozo de la memoria del siglo XX, esa época que no queremos soltar y que indefectiblemente se nos comienza a desvanecer. 

Redford fue, sin proponérselo, la encarnación de una época en la que el cine no era únicamente entretenimiento, sino una conversación cultural y política. En los años setenta, cuando Estados Unidos sangraba con las heridas de Vietnam y el escándalo de Watergate, puso rostro a la desconfianza frente al poder, encarnando a Bob Woodward en Todos los hombres del presidente. No era solo un actor en la piel de un periodista. Era, para nuestra generación, la certeza de que el arte podía desafiar la mentira oficial. Hollywood todavía creía que podía educar, sacudir, interpelar. Y lo hacía con estrellas que brillaban en la pantalla y en la vida pública, capaces de sostener una ética sin desprenderse de la magia del celuloide.



La belleza de Redford lo hizo objeto de fascinación, pero él insistió en combatir esa imagen, evitando convertirse en un objeto. El lado oscuro de Hollywood que él conoció de cerca y al que se resistió con obstinación. Por eso invirtió tanta energía y recursos en Sundance, el festival y el instituto que fundó como un acto político y cultural. Fue su manera de decir que el cine no podía perderse en explosiones y efectos especiales, que la historia, el relato, seguían siendo el corazón de su arte. El cine independiente en Estados Unidos, y en buena parte del mundo, le debe mucho más de lo que suele reconocerse.

Pero Redford no se limitó al cine. Su compromiso ambiental fue temprano, mucho antes de que se hablara de cambio climático y el tema se volviera parte de la conversación global. Se opuso a carreteras y centrales eléctricas en Utah, defendió el paisaje como si fuera un personaje más de su vida. Y en estos duros tiempos de Trump, no dudó en publicar un artículo recordando que el periodismo es la defensa más eficaz contra el hambre de poder.

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El galán convertido en intelectual, el hippie frustrado que quiso ser pintor, el activista ecológico que habitó en la misma industria del espectáculo que tantas veces criticó. En estas tensiones radica gran parte de su grandeza. Redford fue un hombre que nunca se conformó, que siempre buscó un poco más allá, que quiso ampliar los márgenes de lo posible.

Con su muerte sentimos que el siglo XX se va cerrando definitivamente. Ese siglo que nos marcó con guerras y dictaduras, pero también con sueños colectivos y con artistas que supieron marcar un norte. Redford pertenecía a esa generación que entendía que la belleza debía ir acompañada de conciencia. No bastaba con brillar, había que decir algo, dejar una huella que no fuera solo estética. Por eso su legado no está en una sola película, ni siquiera en un festival, sino en esa convicción de que contar historias importa y que sin memoria no hay futuro.

Quedamos pocos de quienes vimos en pantalla a esas estrellas que eran de verdad: Newman, Brando, Hepburn, Redford. Cuerpos celestes que iluminaban la imaginación colectiva, que podían reunir a una familia entera frente a una pantalla y al mismo tiempo abrir un debate sobre el poder, la política, la ecología. Hoy vivimos rodeados de contenidos, pero rara vez aparecen figuras capaces de sostener un imaginario común. Quizá por eso su muerte no duele y, a la vez, nos asusta. Comenzamos a desvanecernos.

El siglo XX que nos abandona no muere por una cuestión de fechas. Es por la desaparición de quienes lo encarnaron. Redford fue uno de ellos. Al igual que en Dos hombres y un destino, su salto no fue hacia la muerte, sino hacia la leyenda. Nos toca a nosotros decidir si esa herencia será apenas un recuerdo melancólico o una brújula para enfrentar el siglo XXI.

Por Mauricio Jaime Goio.