Lo que antes se llamaba crisis de la mediana edad se ha deslizado hacia la juventud. En tiempos de pantallas, precariedad y expectativas rotas, la veintena se ha convertido en la primera escena del malestar vital.
La crisis de los 40, en el siglo XX, era como un espejo empañado en el que de pronto uno se reconocía viejo sin haber tenido tiempo de ensayar la juventud. Había llegado el matrimonio, los hijos, la casa, el auto, el trabajo con un escritorio propio, y al mismo tiempo la sospecha incómoda de que todo eso no era más que un decorado precario. A esa edad, decían los hombres, había que cambiar de mujer y de auto, y las mujeres se rebelaban contra labores domésticas, como si fuera una trinchera. Era la constatación de que los sueños cumplidos eran también jaulas, y que la única forma de no morir de tedio era inventarse otra juventud, aunque fuera a destiempo, aunque ya no quedara mucho tiempo.
Sin duda, quizás formando parte del vacío existencial de la modernidad, este mito ocupó un lugar privilegiado en el imaginario social. Era el momento en que, en mitad de la vida, alguien se miraba al espejo y dudaba: ¿qué hice?, ¿qué dejé de hacer?, ¿qué me queda por vivir? La cultura pop lo caricaturizó en hombres de mediana edad que se compraban descapotables o en mujeres que cuestionaban una vida encorsetada por roles.
Hoy, ese guion se está borrando. Un estudio publicado en PLOS One muestra que la famosa curva de la felicidad en forma de U se ha desplomado. El malestar ya no llega a los 40, sino que se instala en la veintena, cuando todavía no hay casa, ni pareja, ni estabilidad laboral. La llamada crisis de los 20 no es una metáfora pasajera, sino un síntoma cultural de época. Generaciones jóvenes que empiezan la vida adulta agotados, con más ansiedad que expectativas.
La crisis de la mediana edad era el duelo por lo que no se había vivido, la crisis de los 20 es la angustia por lo que quizá nunca se podrá vivir. Para los mileniales y la generación Z, la estabilidad que oprimía a sus padres nunca llega. Viven la precariedad laboral, alquileres imposibles, vínculos frágiles, un planeta en llamas. El futuro aparece más como amenaza que como promesa.
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A esto se suma un actor central, la pantalla. El teléfono inteligente dejó de ser un accesorio para convertirse en la plaza pública donde se juega la vida. Pero esa plaza está gobernada por algoritmos que comparan, exigen y exhiben. Allí donde antes había juego callejero y conversaciones largas, hoy hay notificaciones constantes, filtros de belleza imposibles y el tribunal invisible de Instagram o TikTok. El resultado es un malestar persistente, sobre todo entre las mujeres jóvenes, que cargan con presiones estéticas y sociales amplificadas.
La perspectiva cultural es clave. Pues se trata solo de cómo nuestra época moldea subjetividades. La sobreprotección educativa, que evitó frustraciones en la infancia, se combina ahora con redes que maximizan la comparación. Una generación con baja tolerancia al fracaso enfrenta un mundo que le pide ser flexible, resiliente y feliz a toda hora. No sorprende que la ansiedad juvenil se dispare.
El nuevo paradigma nos obliga a replantear los viejos mitos. Si la crisis de los 40 fue producto de un modelo de vida burgués —trabajo estable, familia temprana, casa propia— que ya no existe, la crisis de los 20 revela que la juventud se ha precarizado y la adultez se ha pospuesto. El malestar no es un accidente vital, sino una condición estructural. Y en esa transformación cultural se juega más que la salud mental de una generación, se juega nuestra idea de futuro.
El desafío, entonces, es cultural y político. ¿Cómo devolver a los jóvenes tiempo libre, espacios de juego, horizontes de esperanza? ¿Cómo recuperar un tejido social que no se mida en likes? Quizá haya que salir a la calle, encontrarse, recordar que la vida no es un feed. Animar a que los niños se comporten como niños.
La crisis de los 20 es el espejo de una época que ha invertido las promesas del progreso. Donde debería haber libertad, hay ansiedad; donde debería haber juego, hay vigilancia; donde debería haber futuro, hay incertidumbre. Y entenderlo no es solo un deber con los jóvenes, sino con todos nosotros. Porque lo que hoy se vive en la veintena es, quizás, la primera página de un malestar que marcará las próximas décadas.
Una crisis que se parece menos a un derrumbe que a una mudanza perpetua. De cajas abiertas, proyectos sin acabar, amistades que se evaporan con la misma rapidez con la que llegaron. Una especie de vértigo de opciones infinitas que, paradójicamente, paralizan. Los veinteañeros del siglo XXI cargan con un malestar adelantado, como si hubieran leído el final de la novela antes de la primera página. Viven ansiosos por no fallar, y fallan precisamente por esa ansiedad.
A esa edad no se sabe nada y se quiere saberlo todo, se teme envejecer sin haber empezado y se empieza tantas veces que uno ya se siente viejo. Es la primera gran crónica íntima de una generación. El relato de un naufragio en aguas tranquilas, con el salvavidas puesto, pero con la sospecha amarga de que quizás no haya tierra firme en ninguna parte.
Por Mauricio Jaime Goio.