En la primera línea del frente, la batalla se ha transformado en una economía de puntos: Ucrania premia con créditos la destrucción del enemigo y permite canjearlos por drones y robots. Entre la búsqueda de eficacia y la deshumanización digital, el experimento plantea preguntas éticas urgentes sobre qué significa matar cuando la muerte se vuelve puntuable.

La guerra, el territorio donde la humanidad exhibe su peor rostro, siempre ha sido el mejor laboratorio de innovación tecnológica. El arco y la flecha, la pólvora, el avión, la bomba atómica. Cada invención cargó con la promesa de la eficacia y la amenaza de la devastación. Hoy, en Ucrania, ese laboratorio ha dado un giro inesperado: la batalla se juega como un videojuego. Literalmente.

El programa Brave 1, impulsado por el gobierno ucraniano, entrega puntos a los soldados según el daño infligido al enemigo. Seis puntos por abatir a un soldado ruso, veinte por dañar un tanque, cuarenta por destruirlo, cincuenta si se trata de un sistema de cohetes. Todo queda registrado en video a través de drones. Los puntos, como en el popular juego de video Call of Duty, pueden canjearse por recompensas: drones nuevos, repuestos, robots terrestres. El catálogo se despliega en línea bajo el nombre Brave 1 Market, una especie de Amazon de la guerra, donde las reseñas no valoran la durabilidad de un electrodoméstico, sino la eficacia de un dron en combate.



Ucrania, con menos soldados y recursos que Rusia, necesitaba compensar la desventaja. Los drones, responsables del 70% de las bajas rusas, ofrecen una superioridad táctica incuestionable. Además, el sistema de puntos funciona como una inyección de motivación para tropas exhaustas, un mecanismo que mantiene vivo el impulso de resistir tras años de invasión. Pero bajo esa capa de innovación late una pregunta que tenemos que hacer: ¿qué significa convertir la muerte en puntuación?

La ética de la guerra nunca ha sido sencilla. Los bombardeos masivos sobre población civil en la Segunda Guerra Mundial, especialmente Hiroshima y Nagasaki, abrieron un debate que aún resuena: ¿puede la devastación masiva ser moralmente legítima si acorta un conflicto? El sistema de puntos ucraniano, sin llegar a ese nivel de aniquilación, plantea la deshumanización digital del enemigo. Un soldado ya no es un ser humano, sino seis puntos. Un tanque vale cuarenta. La vida y la muerte transformadas en números.

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Para los operadores de drones, muchos de ellos jóvenes criados entre consolas y simuladores, el campo de batalla se parece demasiado a un juego. El enemigo aparece en la pantalla como un conjunto de píxeles y el control remoto reemplaza al fusil. No hay olor a pólvora ni gritos de agonía, solo la explosión registrada en video y la recompensa digital que llega después. Es como un juego, con la diferencia, brutal y definitiva de es que no hay botón de reinicio. Además, el riesgo no es solo ético, sino también cultural. Cuando la guerra se convierte en competencia de puntuaciones, cuando los soldados compiten por acumular puntos como quien busca récords en un arcade, la violencia se trivializa. Se hace una costumbre convertir todo en ganancia, incluso la muerte.

La historia muestra que toda innovación militar termina exportándose. Lo que hoy se presenta como recurso de supervivencia podría mañana ser parte del manual de otros ejércitos. Y entonces, la guerra no solo se habrá digitalizado, se habrá convertido en un videojuego global donde la puntuación importa más que la compasión.

Resulta indudable que cuanto más sofisticadas son las tecnologías bélicas, más retrocede la ética que debería acompañarlas. La verdadera innovación pendiente no es un dron más letal ni un algoritmo más preciso, sino una ética capaz de contener la velocidad del progreso técnico. Porque si algo enseña el caso ucraniano es que la guerra puede reinventarse a la velocidad de una consola, pero la dignidad humana no debería convertirse en un ítem de catálogo ni en una cifra en la tabla de líderes.

Por Mauricio Jaime Goio.