Las guerras que nunca acaban


Cada vez que Colombia firma la paz, la guerra regresa disfrazada con otro nombre. Como en la novela de García Márquez, la violencia parece condenada a repetirse, dejando al país atrapado en un bucle donde la esperanza dura lo que tarda el silencio en ser interrumpido por un disparo.

Fuente: Ideas Textuales



No soy colombiano ni vivo en ese país, pero basta mirar de cerca para entender que la paz en Colombia nunca es un estado fijo, sino una frontera movediza. Después de los acuerdos con las FARC, el país parecía ensayar un futuro distinto, más liviano. Sin embargo, la realidad se encargó de recordarle a todos que la violencia tiene una capacidad infinita de mutar. lo que se desarma en un frente vuelve a armarse en otro, lo que parecía clausurado renace con otros nombres y otras banderas.

El New York Times lo retrata con claridad: los asesinatos políticos regresan, los atentados reaparecen y los territorios donde alguna vez reinó la esperanza hoy vuelven a ser escenario de un miedo conocido. No es solo el revival de una pesadilla, sino la certeza de que en Colombia la paz se escribe con la misma tinta que la guerra, y que ambas conviven, como dos capas de una misma historia que se niega a cerrar del todo.

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En Cien años de soledad, los Buendía viven bajo la condena de repetir lo ya vivido, como si la historia no fuera una línea recta, sino una espiral. Colombia parece seguir el mismo derrotero. Las guerras se disuelven para dar lugar a otras nuevas, como un eco interminable que cambia de acento, pero nunca se extingue.

El acuerdo de paz de 2016 con las FARC prometía poner fin a la interminable repetición. En el Guaviare los campesinos vieron a la policía ocupar el lugar de los guerrilleros. El cambio parecía casi fantástico. Al fin hombres con uniformes derl Estado dictaban las reglas del pueblo. Durante un breve lapso, la palabra “paz” dejó de ser una promesa retórica.

Hoy, menos de una década después, los caminos del Guaviare vuelven a estar bordeados de explosivos y los habitantes deben portar carnets expedidos por grupos armados que deciden quién es amigo y quién es enemigo. La sentencia es simple: cumplir, huir o morir. Como en Macondo, lo extraordinario no es la guerra, sino que alguien crea en la paz.

Lo que ocurre en Colombia no es idéntico al conflicto de medio siglo con las FARC. Aquella guerra se libraba en nombre de una ideología, esta se libra por una economía. Los nuevos grupos armados no pretenden marchar sobre Bogotá ni instaurar un régimen político. Su objetivo es controlar las rutas del narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando. No tienen himnos ni proclamas, pero administran territorios con eficacia burocrática. Sancionan a chismosos, imponen toques de queda, financian caminos. Allí donde el Estado no llega, ellos instalan su propio orden.

Es un poder que se infiltra, vive entre la gente, recluta a sus hijos, castiga sus faltas, dicta sus horarios. El enemigo ya no está en la selva, sino en la tienda del barrio, en la cancha de fútbol, en el aula escolar. La guerra aprende a camuflarse en la vida cotidiana.

Cuando Gustavo Petro llegó a la presidencia en 2022, lo hizo con la promesa de una “paz total”. Negociar con todos los grupos armados al mismo tiempo, apostando a cerrar un ciclo. La realidad lo desbordó. Mientras el gobierno hablaba, los combatientes crecieron en número. En apenas tres años, aumentaron un 45 por ciento. El Estado seguía discutiendo acuerdos mientras la violencia se multiplicaba.

La dificultad radica en que ya no se trata de un adversario con discurso político, sino de redes criminales que funcionan como empresas. La guerra se volvió negocio, y el negocio, costumbre.

Colombia vive atrapada entre la esperanza de Bogotá y el desencanto de Macondo. La capital firma tratados, diseña programas, anuncia planes de desarrollo. Mientras tanto, en los pueblos del Guaviare o del Cauca, la vida se decide en asambleas improvisadas donde un grupo armado dicta la ley. Es el contraste entre un Estado que legisla desde arriba y un país que obedece a quien llega primero al territorio.

La historia enseña que no basta con pactar. La paz necesita más que firmas. Necesita servicios públicos, escuelas, hospitales, carreteras que no sean de lodo. En un país donde la guerra ha sido paisaje, la paz requiere transformarse en cultura. No será posible mientras la desigualdad y la ausencia del Estado sigan abonando el terreno donde florece la violencia.

En el fondo, lo que se disputa en Colombia no es solo el control de la coca ni de los territorios. Se disputa el sentido mismo de la vida colectiva. ¿Quién tiene derecho a dictar la ley? ¿Quién garantiza justicia? ¿Quién ofrece futuro?

García Márquez escribió que los Buendía estaban condenados a cien años de soledad porque habían olvidado la memoria de su origen. Tal vez la condena de Colombia sea similar, olvidar lo ya vivido y volver a empezar la misma guerra con otro nombre.

Romper ese destino exige más que política. Exige memoria. Exige un cambio cultural que transforme la guerra de paisaje en recuerdo, y la paz de ilusión en costumbre. Solo entonces Colombia podrá escapar de la rueda interminable de sus guerras y escribir, de una vez por todas, un final distinto.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales