Johnny Nogales Viruez
En estos días, nuestro país ha presenciado lo impensable: la justicia, tantas veces sometida al poder, dio una señal de independencia. El presidente del Tribunal Supremo, Dr. Romer Saucedo, alzó la voz con altivez y proclamó: “Nunca seremos instrumento de persecución”.
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La decisión conjunta de los más altos tribunos permitió la salida de prisión de Luis Fernando Camacho y Marco Pumari, y abre la expectativa de que también recupere su libertad la expresidenta Jeanine Añez y muchos otros detenidos condenados a la injusticia de una detención preventiva interminable.
La ciudadanía ha recibido este mensaje con alivio y esperanza. Pero, justamente por eso, conviene recordar que el problema de fondo no se agota en un fallo. La justicia en Bolivia ha estado demasiado tiempo torcida por intereses políticos o particulares.
Pocas cosas desalientan más a una sociedad que ver cómo los culpables quedan impunes mientras los inocentes cargan con condenas arbitrarias. Como advirtió Montesquieu: “Una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad”. Esa es la herida que hemos sufrido por años: una justicia que absuelve a los todopoderosos, que premia al corrupto, que persigue al disidente y que se convierte en instrumento discrecional de los caudillos de turno.
La desconfianza hacia los jueces no es gratuita. En la percepción general, muchos magistrados han convertido sus estrados en un mercado de favores. De ahí que la justicia sea vista no como garantía de equidad, sino como sinónimo de venalidad. La gente se pregunta, con razón, cómo confiar en un sistema que parece proteger a incendiarios, avasalladores y narcotraficantes, mientras opositores democráticos son tratados como trofeos de escarmiento. Es cierto que toda generalización puede resultar injusta, pero la imagen predominante es la de una justicia torcida, que desmoraliza a los justos y beneficia a los transgresores.
El descrédito no es patrimonio exclusivo de la justicia estatal. También en muchas organizaciones privadas – colegios profesionales, clubes sociales, sindicatos – la administración de justicia se ve contaminada por favoritismos, encubrimientos y venganzas personales. Allí también se olvidan de que ningún tribunal puede colocarse por encima de la ley. El deber de actuar con probidad y de someterse a las normas alcanza igualmente a esas instancias, donde con frecuencia se disfraza de justicia lo que no pasa de ser un ajuste de cuentas.
Por eso la responsabilidad de los que asumen el papel de jueces es inmensa. Un solo fallo que respete la verdad puede alentar la confianza; una sola sentencia torcida puede ahondar aún más el estigma.
La importancia del paso dado por el órgano supremo de la justicia boliviana radica justamente en mostrar que es posible actuar con dignidad, aun después de tanto tiempo de sometimiento. El gesto del Tribunal Supremo no borra años de desprestigio, pero estimula el anhelo de una verdadera renovación institucional.
Lo ocurrido en estos días tiene, por ello, un valor histórico. No porque signifique que el problema esté resuelto, sino porque un atisbo de justicia ha reavivado la esperanza de recuperar la confianza en las instituciones. Ha dejado en evidencia que no todo está perdido, que hay jueces capaces de honrar la toga y de recordar que el derecho existe para proteger al ciudadano, no para extorsionarlo ni humillarlo.
La historia enseña que las grandes transformaciones empiezan con gestos pequeños, pero firmes. Si este signo de independencia judicial se convierte en tendencia y no en excepción, habremos dado un paso decisivo para reconstruir la República sobre cimientos de legalidad y decencia.
El desafío está en cuidar que ese primer brote no se marchite. Que crezca y se afirme como un tajibo robusto y florido dependerá de la perseverancia, de la vigilancia ciudadana y de la responsabilidad de quienes ejercen la justicia en los ámbitos público y privado. Solo así la ley dejará de ser un discurso vacío y será lo que debe ser: la garantía efectiva de verdad y de equidad para sostener la vida en común.
En la tradición oriental, jenecherú es el tizón que permanece encendido para reavivar la hoguera. Eso es lo que ocurre hoy con la justicia en Bolivia: apenas una chispa. Si sabemos custodiarla y avivarla, podrá convertirse en el fuego que devuelva luz y calor a una República tantas veces oscurecida por la impunidad.
Gracias, presidente Romer Saucedo. Gracias a todos los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia.