Atisbos de esperanza


 

Johnny Nogales Viruez



 

En medio de las previsibles derivaciones del balotaje, Bolivia ha vuelto a dar una lección de democracia. No fue perfecta ni silenciosa, pero sí inequívoca: la mayoría decidió y el país respondió con serenidad. Lo que parecía un cierre tenso se está convirtiendo, gracias a gestos de grandeza política, en un nuevo punto de partida.

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Entre esos gestos destaca el de Jorge Tuto Quiroga, quien reconoció sin ambigüedades el triunfo de Rodrigo Paz y ofreció el respaldo de Libre en la Asamblea Legislativa, proponiendo incluso que el PDC presida ambas cámaras. No pidió cargos ni cuotas; ofreció gobernabilidad. En tiempos de mezquindad y cálculo, ese acto tiene un valor moral que trasciende la coyuntura, pues devuelve a la política su sentido original: servir al país.

El reconocimiento también vino de otros líderes democráticos. Samuel Doria Medina, coherente con su visión de construir sobre lo posible, extendió su apoyo al nuevo gobierno aún antes de conocerse el resultado. Y Manfred Reyes Villa, desde su experiencia y arraigo regional, llamó a la unidad nacional y al trabajo conjunto por la estabilidad. No son gestos menores. Son signos de madurez y, en el contexto actual, señales luminosas que tienden a disipar la incertidumbre.

La política boliviana ha sufrido una larga enfermedad: la incapacidad de aceptar la derrota. Décadas de populismo y confrontación nos acostumbraron a creer que reconocer al otro es traición y que el poder vale más que la verdad. Esa lógica perversa nos llevó a justificar lo injustificable y a confundir la deslealtad con astucia. Romper con esa tradición es, por tanto, una muestra de recuperación de la salud cívica.

Frente a ese ejemplo, las escenas de un pequeño grupo de exaltados que no supo aceptar el resultado adverso merecen apenas una mención. No distinguen entre el deseo y la realidad. Son el eco residual de una cultura política basada en la intolerancia. Pero el país, cada vez más consciente, ha empezado a darles la espalda. Bolivia ha visto demasiadas veces el mismo guion como para volver a creer en él.

El desafío, a partir de ahora, no es celebrar la victoria ni lamentar la derrota, sino gobernar con decencia y eficacia. Rodrigo Paz tiene por delante una tarea titánica: reconstruir un Estado debilitado, una economía al borde del colapso y una confianza pública erosionada hasta el cinismo. Ningún gobierno, por más legitimidad que tenga, puede hacerlo solo. Requerirá acuerdos amplios, visión compartida y, sobre todo, una ética de la responsabilidad que nos devuelva el sentido de nación.

La verdadera transición no será de un partido a otro, sino de una cultura política degradada a una política republicana, donde la palabra pese más que la consigna y el servicio público recupere su dignidad. De poco servirá haber ganado si no se logra gobernar; de nada valdrá haber derrotado al populismo si no se sustituye su lógica de odio por una de reconstrucción moral.

Los gestos de Tuto, Samuel y Manfred son, en este sentido, más que apoyos coyunturales: son el inicio de un cambio de época. Representan la posibilidad de que los mejores profesionales y técnicos sean convocados al servicio público y puedan sumarse al esfuerzo común sin banderas ni rencores. Ojalá el nuevo gobierno sepa acoger esa disposición con apertura e inteligencia. Sería una forma de honrar el mandato de las urnas y empezar a cerrar las heridas de un país exhausto.

Bolivia demanda consenso, sensatez, decencia y cooperación. Y aunque el horizonte sigue nublado, comienzan a abrirse las nubes negras del cielo político. En esos atisbos de esperanza puede renacer la República si estamos dispuestos, todos, a sostenerla con trabajo y respeto.