El crecimiento económico sostenido y la libertad: Lecciones del Nobel 2025


 

 



Los galardonados con el premio Nobel de economía de este año han sido Joel Mokyr de la Universidad de Northwestern, Philippe Aghion de INSEAD en Francia y Peter Howitt de la Universidad de Brown. Excelente elección por donde se la mire y un valioso reconocimiento a un esforzado y paciente trabajo de muchos años.

La contribución de estos tres economistas es fundamental para entender el radical giro que tomó la historia de la humanidad a principios del siglo XIX. Hasta antes de ese momento los seres humanos éramos tremendamente pobres. El PIB per cápita del mundo era esencialmente cero, el 99% de la humanidad vivía en extrema pobreza (que de acuerdo con la definición estándar del Banco Mundial significa vivir con menos de $2 al día) y la esperanza de vida no sobrepasaba los 40 años. Era un mundo terriblemente violento dominado por guerras, conquistas y esclavitud. Producíamos tan poco que la única forma de tener más comida o mejores condiciones de vida era arrebatándoselas a los demás. No existía la medicina moderna, los recién nacidos tenían una alta probabilidad de morir y las hambrunas se sucedían en todos los rincones del planeta. Era un mundo de mucho dolor y sufrimiento.

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Pero tuvimos suerte. Algo cambió radicalmente a principios de 1800 y la humanidad empezó a experimentar un crecimiento económico sostenido que le permitió generar y acumular riqueza. De forma muy rápida, a partir de 1800, el PIB per cápita del mundo empezó a subir como un cohete y pasó de ser casi $0 a situarse por encima de $13.000 en la actualidad. Un verdadero milagro histórico. Cuando por 99% de nuestra existencia en este planeta fuimos desesperadamente pobres y todo indicaba que ese era nuestro destino final, un milagro histórico nos permitió cambiar de rumbo y hoy florecemos como seres humanos de una manera que no hubiéramos podido imaginar jamás. Pasamos de que un 99% de la población mundial viviera en extrema pobreza antes de 1800, a que solo un 40% lo haga en 1990 y solo un 8% lo haga hoy. Para el 2050 ese porcentaje será muy cercano a cero. La mortalidad infantil ha caído como una plomada, la esperanza de vida es 75 años para el mundo y 82 para países industrializados, las hambrunas son casi impensables y producimos hoy más comida de la que nunca produjimos. Aunque existen, por supuesto, muchos problemas por resolver (si lo sabremos nosotros los bolivianos), en términos relativos el mundo de hoy es un mundo de progreso, esperanza y creciente felicidad.

¿Cuál fue el milagro que nos permitió dar este tremendo salto cualitativo a principios del siglo XIX? Un generalizado proceso de innovación y progreso tecnológico que empezó en Europa (más específicamente en Gran Bretaña) y se expandió rápidamente al resto del mundo. El proceso que ahora llamamos Revolución Industrial.

Joel Mokyr es un historiador económico que ha dedicado gran parte de su carrera a entender lo que sucedió durante la Revolución Industrial. Su tesis es que la Revolución Industrial pudo finalmente producir crecimiento económico sostenido porque permitió una retroalimentación virtuosa entre el conocimiento científico y su aplicación tecnológica, práctica y empresarial.

Mokyr muestra que el mundo había experimentado momentos históricos de importante desarrollo científico (por ejemplo, el período de la Ilustración), pero estos no pudieron producir crecimiento económico sostenido porque no encontraron a los emprendedores dispuestos a aplicar las nuevas ideas y generar una retroalimentación con la ciencia. Una posible razón por la que los emprendedores dispuestos a apostar por nuevas ideas estaban ausentes antes de la Revolución Industrial era porque el ambiente institucional y político era cerrado y protegía a los grupos de interés establecidos que resistían el cambio y la competencia. Mokyr argumenta que Gran Bretaña, en los albores del siglo XIX, permitió finalmente esa apertura y se generó un cambio cultural/epistémico que desarrolló un mercado de ideas dinámico. A esto se sumó que Europa estaba políticamente fragmentada y los científicos y emprendedores que deseaban aplicar nuevas ideas tenían varias opciones donde establecerse. Las élites gobernantes entendieron, entonces, que debían competir por atraer o retener a esos innovadores.

El cambio cultural a comienzos del siglo XIX al que se refiere Mokyr es tan importante que la economista Deirdre McCloskey redefine la Revolución Industrial como la “Revolución Cultural.” Durante este período la sociedad empezó a dignificar a la burguesía o a ese segmento de clase media compuesta por comerciantes, innovadores y científicos. La aspiración aristocrática que denigraba el trabajo, la creación científica y el espíritu comercial dio paso a la valoración de estas actividades y a que nuevas generaciones vean en ellas la posibilidad de hacer una vida respetable y digna.

Aghion y Howitt, por su parte, estudiaron el proceso de innovación tecnológica llevada adelante por innovadores modernos y formalizaron la famosa idea del economista Joseph Schumpeter (1883-1950) referida a la “destrucción creativa.” La idea es simple. Los innovadores tienen incentivos para tratar de mejorar lo existente, creando nuevos productos, procesos y servicios que sirvan mejor al consumidor. El problema es que a medida que estas nuevas ideas llegan al mercado se da un desplazamiento natural de las anteriores. Esto implica que la entrada de nuevas empresas hace que muchas otras no pueden competir y sean “destruidas.”

El proceso de destrucción creativa es importantísimo porque permite que las sociedades asignen eficientemente sus recursos. Cuando sale un nuevo producto al mercado y la gente lo prefiere sobre el anterior, no necesitamos que el antiguo producto se siga vendiendo. La sociedad generará crecimiento sostenido si los recursos que usaban las empresas que vendían los productos antiguos son liberados para que sean usados por las nuevas ideas o las por venir.

Aghion y Howitt argumentan que el proceso de crecimiento económico sostenido no es, entonces, un proceso suave y monótono en el que todas las ideas son bienvenidas. Es, en cambio, un proceso desordenado, de experimentación y de fuerte competencia de ideas. Es precisamente por esto que nunca creí en los programas que promueven “hospitales de empresas,” subsidios, créditos baratos u otras ayudas para que las empresas no quiebren. Si el mercado ha dado paso a nuevas ideas, lo que queremos es que las empresas antiguas efectivamente quiebren y el ciclo de innovación se renueve. En Estados Unidos, en un año normal, más del 10% de las empresas existentes quiebran y son reemplazadas por más o menos el mismo número de entrantes.

¿Qué lecciones se pueden sacar de las contribuciones de estos economistas?

En ambos casos (Mokyr por un lado y Aghion y Howitt por otro), un elemento central del proceso de crecimiento económico sostenido es la posibilidad de que innovadores que apuesten por nuevas ideas científicas sean permitidos de aplicarlas en el mercado. En el caso de Mokyr y la Revolución Industrial, los hechos claves fueron el cambio cultural que revaloró a los emprendedores y la apertura institucional y política que dejó de proteger a las élites y grupos de interés que resistían la innovación y la competencia. En el caso de Aghion y Howitt, el hecho clave fue dejar que la destrucción creativa tome su curso. Para esto es necesario apertura comercial, igualdad ante la ley, reducción de la burocracia, reducción de las regulaciones en el mercado laboral, facilidad de invertir, seguridad jurídica, etc. En dos palabras, lo que necesitamos es libertad económica. Sin ella, y los incentivos que genera, nadie apuesta por nuevas ideas y la retroalimentación entre ciencia y tecnología se quiebra. Como dice Matt Ridley, el escritor y periodista inglés, “la innovación es la madre de la prosperidad, pero la hija de la libertad.”

Antonio Saravia es PhD en economía