Un golpe certero lo lanzó de espaldas contra la acera. El impacto le congestionó el cerebro y su cuerpo, frágil, octogenario, quedó tendido en el pavimento mientras la marcha oficialista en respaldo a Evo Morales avanzaba por el carril de subida del Prado, en pleno centro de La Paz. Julio Llanos, que había sobrevivido a 18 años de dictaduras militares y luchó incansablemente para recuperar la democracia, yacía herido de gravedad por la violencia de un gobierno que se autoproclamaba de izquierda.

Fuente: ANF / La Paz
Por Luis Fernando Cantoral
Un golpe certero lo lanzó de espaldas contra la acera. El impacto le congestionó el cerebro y su cuerpo, frágil, octogenario, quedó tendido en el pavimento mientras la marcha oficialista en respaldo a Evo Morales avanzaba por el carril de subida del Prado, en pleno centro de la ciudad de La Paz. Los agresores, presuntamente campesinos y mineros, se diluyeron entre la multitud. Algunas personas solidarias corrieron a auxiliarlo.
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Aquel hombre, que había sobrevivido a 18 años de dictaduras militares y luchó incansablemente para recuperar la democracia, yacía herido de gravedad por la violencia de un gobierno que se autoproclamaba de izquierda. Era mediodía del 29 de octubre de 2019. Un mes más tarde, en una unidad de cuidados intensivos, Julio Llanos morirá.
Llanos nació en Oruro en 1938. Su infancia transcurrió entre socavones, campamentos y cerros. Cuando aún era un niño, su familia se trasladó al centro minero de Colquiri, enclavado entre montañas, en la provincia Inquisivi, al sureste del departamento de La Paz.
A los 16 años comenzó a trabajar como ayudante en el taller eléctrico de la empresa, administrada por la Corporación Minera de Bolivia (Comibol). Era un adolescente curioso, con una pasión ferviente por la radio. En sus ratos libres, subía a los cerros más altos con alambres y herramientas improvisadas, intentando captar las transmisiones deportivas que llegaban desde Argentina. Lo que para él era un inocente deseo de escuchar fútbol, para los milicianos del MNR en el gobierno era sospechoso: veían en sus antenas caseras un intento de contactar con Moscú.
En ese tiempo, Julio no tenía una conciencia política formada. Pero algo bullía en el ambiente de Colquiri. Por sus polvorientas calles aparecían figuras como Federico Escóbar, Juan Lechín y Oscar «Motete» Zamora, dirigentes mineros de izquierda cuya sola presencia despertaba admiración entre los trabajadores. En los campamentos se hablaba de ellos con respeto y esperanza, como si encarnaran una forma de dignidad colectiva.
Julio vivió su juventud en un país en ebullición, en medio de una revolución por los derechos civiles y laborales, y la nacionalización de las minas, gobernado por el MNR, con Víctor Paz Estensoro. Hasta que, en noviembre de 1964, el vicepresidente, el general René Barrientos, dio un golpe de estado.
En ese nuevo escenario, ser representante sindical era asumir una condena anticipada. Llanos verá a muchos de sus compañeros morir bajo la represión estatal, escuchará gritos desde las carceletas del Ministerio de Gobierno, sabrá del miedo en las miradas de madres y esposas. Pensar colectivamente era una amenaza. La persecución era constante, las detenciones arbitrarias, las torturas una normalidad. Para muchos, la organización significaba la cárcel, el exilio o la muerte. Para Julio será el principio de un compromiso que marcará toda su vida.
—Mi padre era un hombre muy tenaz, cuando comenzaba algo, lo terminaba. Su rebeldía ante las dictaduras se expresaba como un servicio a la sociedad, era terrible en sus convicciones —dice su hijo Ramiro Llanos.

Una carrera sin treguas
Tras el golpe de estado encabezado por Barrientos, los mineros bolivianos se convirtieron en blanco prioritario de la represión estatal. Su abierto respaldo a la guerrilla del Che Guevara —que Barrientos aplastó brutalmente en 1967 en Ñancahuazú— los colocó en la primera línea de fuego de un régimen que no toleraba disidencias.
Los centros mineros, motores del desarrollo económico del país, fueron convertidos en zonas militarizadas. La presencia del ejército se hizo asfixiante y la represión sistemática. La noche del 24 de junio de 1967, durante la festividad de San Juan, el régimen de Barrientos escribiría una de las páginas más oscuras de su dictadura: la masacre en los campamentos de Catavi y Siglo XX. Sin previo aviso, las tropas ingresaron y abrieron fuego contra obreros y sus familias, en una operación militar destinada a desarticular cualquier intento de organización o resistencia.
Ante el riesgo de ser encarcelados o asesinados, muchos jóvenes no vieron otra opción que el exilio. Algunos partieron rumbo a Cuba, otros encontraron refugio en Suiza. Julio Llanos viajó a la China comunista de Mao Tse Tung, donde permaneció durante nueve meses, inmerso en una experiencia que marcaría profundamente su visión del mundo.
—Ni siquiera sabía a dónde lo llevaban. Cuando estuvo en Francia, se comunicó con mi mamá. Estaba a merced de otras personas— recuerda su hijo.
De su estadía en China se sabe poco, pero fue una etapa decisiva en su formación. No fue una casualidad que llegara allí: su viaje fue posible gracias a las gestiones del “Motete” Zamora, entonces líder del Partido Comunista de Bolivia, quien mantenía estrechos vínculos con sus pares asiáticos. Durante los nueve meses que pasó en ese país, Julio Llanos no solo se empapó de ideología y pensamiento político en intensas jornadas de formación, sino que también aprendió enfermería, una herramienta que más tarde se volvería vital. De regreso en Bolivia, ese conocimiento le permitió curar a sus compañeros —y a sí mismo— cuando las torturas los dejaban al borde del colapso, o cuando la enfermedad los azotaba en la clandestinidad o el encierro.
Julio Llanos volvió de China esquivando controles y resguardándose en la sombra. El régimen de René Barrientos aún mantenía viva la maquinaria represiva que perseguía implacablemente: la cárcel, la tortura y, en no pocos casos, la muerte eran el destino reservado para quienes se atrevían a pensar distinto.
El brazo represivo alcanzó a Llanos. Fue detenido y encarcelado. Pasó meses tras las rejas hasta que un giro inesperado cambió su suerte. En abril de 1969, Barrientos murió en un extraño y nunca esclarecido accidente de helicóptero. Con el vacío de poder, asumió provisionalmente la presidencia su vicepresidente, Luis Adolfo Siles, pero su mandato fue efímero.
Entonces el general Alfredo Ovando Candia tomó el control del país mediante un golpe de estado. Para calmar la presión de las organizaciones de derechos humanos y mejorar la imagen internacional del gobierno, Ovando ordenó la liberación de todos los presos políticos. También ensayó una tímida apertura democrática, flexibilizando algunas restricciones a las libertades civiles. Sin embargo, la tensión interna y el descontento en las filas castrenses erosionaron rápidamente su mandato.
En 1970, en medio de una profunda crisis militar, Ovando fue desplazado por el general Juan José Torres, un militar de discurso radical y orientación socialista. Su breve gobierno intentó articular una alianza con los sectores populares y promovió reformas de inspiración revolucionaria, pero su proyecto fue interrumpido de forma abrupta en 1971, cuando el general Hugo Banzer encabezó un nuevo golpe de Estado.
Con Banzer volvió la noche. La represión regresó con más fuerza, y una nueva oleada de persecuciones cayó sobre los movimientos sociales, los universitarios, los sindicatos y todo aquel que se resistiera al nuevo régimen. La esperanza de una Bolivia más justa quedaba, una vez más, ahogada por el peso del autoritarismo.
Julio Llanos integró un núcleo clandestino dedicado a la difusión de prensa subversiva, una célula silenciosa que desafiaba a la dictadura desde las sombras. Su principal misión era asegurar la circulación de Liberación, un periódico de izquierda que, pese a la persecución y la censura, seguía apareciendo como un acto de resistencia. Para entonces, Llanos ya militaba de forma orgánica en el Partido Comunista prochino, liderado por Óscar “Motete” Zamora.

Viviendo a salto de mata
—La dictadura de Hugo Bánzer Suárez (1971-1978) fue la más sangrienta; se ensañó con la juventud —afirma Victoria López con la voz cargada de memoria. Ella conoció a Julio Llanos en los años más duros, siendo universitaria, cuando ambos militaban en un colectivo del Partido Comunista y la clandestinidad era su principal forma de vida.
Banzer impuso un régimen de represión sistemática que violó de manera generalizada los derechos humanos en Bolivia. Bajo el amparo del toque de queda, cientos de personas fueron detenidas arbitrariamente, torturadas en casas de seguridad o en el Ministerio de Gobierno, y muchas de ellas asesinadas o desaparecidas sin dejar rastro.
El control militar se extendió a los centros mineros, declarados zonas militares. La presencia del criminal nazi Klaus Barbie, quien organizó grupos paramilitares como “los novios de la muerte”, “camisas blancas” y “camisas negras”, intensificó el terror nocturno en La Paz y otras ciudades.
Victoria recuerda —con una mezcla de dolor y admiración— las incontables veces en que Julio fue detenido. Cada captura era una cita con el infierno: golpes, amenazas, simulacros de fusilamiento. En una de esas sesiones de tortura —aunque hay varias versiones sobre ese hecho— un culatazo le arrancó el dedo medio de la mano izquierda.
Ramiro, su hijo, hace la suma de aquellos años fragmentados de encierro: calcula que su padre pasó, en total, cuatro años y medio en prisión. Pero lo que más recuerda no es el tiempo que perdió entre barrotes, sino la dignidad con la que resistió. “Nunca se rindió”, dice. “Su espíritu era de acero”.
En libertad, la persecución no cesaba. Julio vivía escondido, moviéndose de manera sigilosa por las calles de La Paz. Para sobrevivir y mantener a su familia, en lo poco que podía, recurría a lo que había aprendido durante su estadía en China: durante el día atendía pacientes en su casa, aplicando inyecciones. Por las noches, en cambio, se sumergía en su verdadera misión: organizar, difundir, resistir.
La rutina era asfixiante. Cambiaban de domicilio cada vez que sentían la amenaza de los paramilitares pisándoles los talones. La escasez era constante: sin un empleo formal, el dinero apenas alcanzaba para lo básico. Sin embargo, en esa vida marcada por el miedo, la clandestinidad y la pobreza, Julio Llanos no renunció jamás a su causa.
—A pesar de ser buscado, él seguía; aunque le decían «ya no Julio», él seguía, ya no había vuelta atrás; le decían que se detuviera, pero él continuaba —recuerda Quety, esposa de Julio, según cita el libro biográfico Castillos se caen, muladares se levantan.

Uno de los recuerdos más vívidos que guarda Ramiro de su infancia es el día en que los militares irrumpieron en su casa y sacaron a su padre a la fuerza. Estaba escondido en el tumbado, ese espacio estrecho entre el techo y el cielorraso donde se refugiaban los perseguidos.
—Fue una escena durísima —evoca— Ver cómo los soldados lo arrastraban de allí, mientras mi madre y mis hermanos lloraban desconsolados, sin saber a dónde se lo llevarían.
Desde entonces, cada vez que su padre no regresaba a casa, el temor los paralizaba: Ya lo han detenido, pensaban todos. La rutina de la angustia comenzaba. Lo buscaban en las carceletas del Ministerio de Gobierno, en los calabozos de la cárcel de San Pedro, en la morgue. Pero no había rastro. Nadie informaba nada. El silencio oficial era parte del castigo.
—Solo sabíamos algo cuando alguien, por compasión, se acercaba a mi madre y le decía en voz baja: «Está en tal lugar» —cuenta Ramiro.
Ramiro era apenas un niño, pero él también se sumaba a la búsqueda. Iba a la Dirección de Investigación Criminal (DIC), por donde hoy está la Gobernación de La Paz. Allí, en los muros fríos del edificio, había pequeñas aberturas por donde uno podía mirar hacia las celdas. Ramiro se pegaba al agujero, conteniendo la respiración, esperando un gesto, una señal. Y cuando veía que alguien levantaba la mano y le faltaba un dedo, sabía que era él.
Victoria López recuerda a Julio Llanos por su carácter y su rol central en la resistencia. Dice que era prácticamente la mano derecha de “Motete” Zamora. Como dirigente, era el encargado de transmitir las instructivas a los compañeros de base para el trabajo político, especialmente para los jóvenes universitarios.
—Era una persona de un carácter muy firme y muy duro en las decisiones que debía tomar. Era muy persistente, jamás ha renunciado sus principios, y tenía principios muy sólidos —apunta.
Llanos participó en acciones fundamentales contra las dictaduras. Por ejemplo, en la guerrilla de Teoponte, instalando bases para las radios y la comunicación. También instruyó a compañeros, incluida López, para apoyar a los universitarios en el Monoblock durante el golpe de Hugo Banzer.
Entre 1964 y 1982, Bolivia vivió una de las etapas más convulsas de su historia: diez gobiernos militares se sucedieron en menos de dos décadas, interrumpiendo apenas dos breves intentos de retorno democrático. Según informes de Amnistía Internacional, entre 1966 y 1968, escuadrones de la muerte ejecutaron entre 3 y 8 mil personas. Cuando parecía que Bolivia finalmente se acercaba a una transición democrática, bajo la presidencia interina de Lidia Gueiler Tejada en 1980, tras siete años de dictadura de Hugo Banzer, un nuevo golpe sumió al país en el terror. El general Luis García Meza tomó el poder con un baño de sangre. Su régimen se convirtió en uno de los más violentos y corruptos, vinculado al narcotráfico, con alianzas oscuras y asesinatos emblemáticos, como el del líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz.

Memorias imborrables
—Cuando duermo, entre sueños, regreso a los sótanos y siento que muero una y otra vez —recordaba en vida Julio Llanos, según documenta el libro Paredes que hablan.
El peso emocional acumulado con los años —ver morir a compañeros de lucha, sentir a la familia vivir en zozobra constante, criar hijos entre el miedo y la incertidumbre— deja cicatrices que no se pueden medir ni sanar del todo.
—Lo que más me duele —confesó Julio Llanos, con voz pausada, una mañana en la carpa del Prado, tres años antes de su muerte, con una mirada en la que se empozaba una lágrima— es recordar a mi hijo orinándose del miedo cuando llegaban los militares a buscarme. Es algo que nunca he podido superar.
Ese recuerdo no solo resume el terror que se respiraba bajo las dictaduras, sino que desnuda a un Julio Llanos íntimo, vulnerable, quebrado por dentro, aunque por fuera jamás se rindiera. Las marcas del alma, a diferencia de las del cuerpo, no sangran, pero tampoco desaparecen.
La dictadura era implacable con los disidentes. Entre los métodos de tortura aplicados estaban la “gota”, mediante el cual los paramilitares dejaban caer agua sobre la cabeza del detenido toda la noche; las “punzadas”, en las que introducían alfileres debajo de las uñas; y el “submarino”, que consistía en sumergir al prisionero en orines y excremento hasta que estuviera al borde del ahogo.
Desde una mirada psiquiátrica, el doctor Ernesto Málaga sostiene que la mayoría de los torturadores son psicópatas, y la tortura revela la cúspide de la perversión humana; evidencia cómo el poder y la violencia se fusionan en mentes “completamente anormales”.
Victoria López, que conoció de cerca las torturas más crueles infligidas por paramilitares —civiles autorizados a destrozar cuerpos y almas—, lo dice sin rodeos: Los costos fueron muy altos. Sin embargo, ni ella ni Julio permitieron que la represión les arrebatara su convicción. Caían, pero se levantaban. Una y otra vez. Como tantos otros estudiantes, maestros, dirigentes y militantes de izquierda que resistieron.
—Vivir en dictadura —reflexiona Ramiro Llanos— es vivir sin poder planificar un mañana. Su padre, como muchos perseguidos, debía disfrazar su militancia con oficios que no levantaran sospechas. Julio instaló un pequeño taller de electrónica, buscando una forma digna de sostener a su familia sin llamar la atención. Conseguir un empleo formal era casi un imposible. —Cuando lograba un empleo formal, le decían: «Eres dirigente», y lo despedían—recuerda.
En medio de esa violencia silenciosa quien sostuvo el hogar fue su madre. Ramiro tiene más recuerdos de su mamá que de su papá. Con mi papá ausente, dice, era ella quien enfrentaba los problemas y las necesidades. Ella absorbió toda la carga brutal del autoritarismo. La bota no solo pisaba cuerpos, también reprimía esperanzas, obligaba a las mujeres a multiplicarse, a resistir en silencio, a sobrevivir en nombre de todos.
Como tantas mujeres, su madre tuvo que paliar las necesidades de la familia con la venta de almuerzos, humintas, refrescos, lavaba, cosía, lo que fuera necesario para alimentar a sus hijos.
Esa dedicación incansable le permitió a su madre, como menciona Ramiro, no solo sobrevivir a la persecución militar, el exilio y la falta de trabajo, sino también construir la estabilidad económica para sus hijos, nietas y bisnietas.

Democracia sin justicia
El retorno de la democracia en 1982 desató una oleada de esperanza entre quienes habían resistido el autoritarismo. Para los luchadores sociales, significó más que un cambio de régimen: fue la posibilidad de volver a planificar sus vidas sin miedo, de respirar con libertad, de soñar sin tener que mirar por encima del hombro. No importaba qué color tuviera el gobierno de turno; lo fundamental era la conquista de un sistema donde las ideas ya no se castigaran con cárcel, tortura o muerte.
Pero con el paso del tiempo, esa alegría inicial se fue tornando amarga. Cuarenta años de democracia no bastaron para reconocer el sacrificio de quienes lo dieron todo por ese derecho. Ningún gobierno —ni de izquierda ni de derecha— ofreció una reparación integral. Tampoco se construyó una memoria histórica capaz de garantizar que aquellos horrores no se repitan jamás. A cambio, hubo silencio, olvido y una burocracia que parecía diseñada para desgastar.
En 2012, cansados de promesas incumplidas, un grupo de sobrevivientes de las dictaduras —ya en sus setentas, muchos enfermos y empobrecidos tras una vida marcada por la clandestinidad y el exilio— decidió levantar una carpa de protesta frente al Ministerio de Justicia, en el Prado. Hacía seis años que el gobierno de Evo Morales había prometido una reparación que nunca llegó. Con cuerpos debilitados pero una convicción intacta, acamparon reclamando lo que la democracia les debía.
Julio Llanos era uno de ellos. Dieciocho años de supervivencia bajo dictaduras le habían templado el alma y el carácter. Había conocido el miedo, la prisión, la pérdida. Pero lo que no imaginaba era que la democracia, esa promesa que alguna vez defendió con la vida, se transformaría en una bestia disfrazada, ciega y sorda frente al dolor de los suyos.
Ahora, en lugar de cárceles, enfrentaban oficinas. En lugar de torturadores, funcionarios indolentes. Y el arma ya no era la represión directa, sino el tiempo, un bien escaso que se diluía en esperas interminables para los cuerpos envejecidos de los excombatientes: era una sentencia de muerte diferida. Así, uno a uno, comenzaron a caer. No en la lucha armada sino en la trinchera burocrática de un Estado que se olvidó de sus héroes.
Los primeros años en la carpa estuvieron marcados por la violencia. Robos, incendios provocados y ataques sistemáticos intentaban quebrar la resistencia de los sobrevivientes. Las autoridades municipales, lejos de protegerlos, les exigían que levantaran ese campamento que, según ellos, daba “mal aspecto” a la ciudad que competía por ser Ciudad Maravilla. Pero ellos resistían. Una noche de carnaval, la represión alcanzó un nuevo extremo: Victoria López fue brutalmente golpeada en la cabeza. La herida fue grave. Aunque el agresor fue capturado, nunca llegó a ser procesado. La impunidad volvió a imponerse, hiriendo esta vez no solo el cuerpo, sino también la esperanza.

La carpa —símbolo de memoria y resistencia— se mantuvo en pie durante más de una década. Allí, bajo lonas desgastadas por el sol y la lluvia, decenas de sobrevivientes de las dictaduras esperaron justicia. Pero el tiempo no perdona: al menos 50 de ellos murieron en el transcurso de esos años, con los cuerpos castigados por las torturas del pasado y la salud quebrada por la desidia del presente. Murieron esperando. Hasta el fatídico 29 de octubre de 2019, cuando Julio Llanos salió a proteger la carpa del ataque de una marcha progubernamental.
Ramiro detalló que el ataque fue ejecutado por múltiples personas —posteriormente identificadas como funcionarias del Ministerio de la Presidencia— y describió la mecánica de la agresión: a su padre, una persona de 81 años, lo agarraron entre cuatro. Le pusieron una zancadilla por la parte trasera. Cayó de espaldas. A pesar de la brutalidad del golpe, su padre sobrevivió. El golpe le produjo un hematoma.
—Tenía en toda la cabeza un coágulo de sangre. El médico explicó que el cerebro de las personas mayores se encoge, creando un pequeño espacio entre el cráneo y el cerebro. La sangre llenó ese espacio, lo cual impidió que colapsara o sufriera un coma o la muerte.
Julio fue hospitalizado. Sufrió la fisura del cráneo y también de la mandíbula. Pero, el mayor riesgo era el coágulo enorme. Aunque las tomografías indicaban que estaba disminuyendo, su estado era cada vez más crítico y cayó en coma. Fue ingresado el 23 de noviembre a la unidad de cuidados intensivos (UCI) del Hospital Materno Infantil de La Paz. La esperanza de su familia de revertir esa situación se hacía cada vez más lejana. Falleció seis días después.
—La justicia sigue siendo una de esas grandes deudas del Estado, incluso con quienes entregamos la vida por ella —dice hoy Victoria López, actual representante de las víctimas de las dictaduras, tras el fallecimiento de Julio Llanos.
Cada vez que mira atrás y recuerda que ya han pasado años desde que instalaron la carpa, siente un nudo en el pecho. “Esta no es la democracia por la que luchamos”, repite. No lo dice con rabia, sino con la tristeza de quien conoce el precio de la libertad y ha visto cómo los gobiernos —incluso los que se dicen del pueblo— los han abandonado.
—Ser revolucionario no es cuestión de izquierdas ni derechas, es una forma de vida, es ser profundamente democrático —remarca Victoria. Su voz no tiembla, pero carga con el peso de muchas derrotas. Lo que más duele, dice, es que las agresiones ya no vienen de dictaduras militares, sino de autoridades democráticas que desprecian la memoria y los sacrificios de los que hoy ya casi no quedan testigos vivos.

Memoria frente al olvido
Ramiro Llanos recuerda a su padre por sus convicciones, su constante lucha contra las dictaduras y la vida de sacrificio y clandestinidad que llevó. El principal legado de su padre, dice, es la necesidad de continuar la lucha por la democracia: «ser revolucionario es ser democrático». El foco de la lucha debe ser consolidar la cultura democrática, dejando de lado las discusiones de izquierdas o derechas.
—Julio Llanos es el ejemplo de una generación de vida que no ha podido desarrollarse debido a las dictaduras y a la persecución, cuyas familias sufrieron daños colaterales, pérdida de estatus y traumas psicológicos.
Victoria López lo considera un luchador incansable. Subraya que, a pesar de su sacrificio y el de otros compañeros, no se ha logrado justicia por su muerte, que simboliza la continua injusticia en el país. Menciona que su muerte se investiga lentamente y que, aun con los culpables identificados, el proceso judicial no avanza. “Tras seis años de su muerte, no logramos justicia”.
David Inca, activista de derechos humanos, recuerda a Julio Llanos como “un revolucionario con mayúsculas”, que ha caminado junto a Marcelo Quiroga Santa Cruz, a Luis Espinal y a otros dirigentes emblemáticos, y que paradójicamente muere por la violencia de un gobierno autodenominado de izquierda.
—Fue un hombre perseverante que nos enseñó a no bajar la guardia en el tema de justicia, que uno debe ser constante en el cumplimiento de los objetivos y mantener una vigilancia permanente, sin dejarse llevar por una victoria circunstancial —dice.
Destaca su rol crucial en la unificación de los sobrevivientes de las dictaduras y en la consecución de una ley de reparación.
Jorge Evangelista, miembro de la Asociación de Refugiados Peruanos en Bolivia, recuerda a Julio Llanos con una impresión de respeto, afecto y solidaridad, y que incluso, al enterarse de la situación de los migrantes, ofreció su disposición para apoyar sus causas.
Coincide con la observación de que la muerte de Julio Llanos encierra una ironía. Fue un sobreviviente de las dictaduras y los gobiernos militares, pero murió como resultado del ataque de militantes o simpatizantes de un gobierno que se reclamaba revolucionario y socialista.
—Su muerte demostró que, más allá del discurso aparentemente democrático, socialista o de izquierda, lo que importan son los hechos; el ataque brutal contra Julio Llanos y la represión, como la sufrida por la marcha indígena del TIPNIS, expresan el verdadero carácter de clase del estado, un estado que no responde a los intereses del pueblo —dice Evangelista.
Tras 10 años de vigilia, en agosto de 2022, se levantó la carpa instalada en el Prado por parte de sobrevivientes de la dictadura. Dicha medida fue tomada luego de un acuerdo con el gobierno de Luis Arce, ex ministro de Evo Morales, que señala que las víctimas tendrán una reparación económica y contarán con un ambiente para realizar sus reuniones. Además, se gestionará el uso de un espacio público conmemorativo “de la lucha por la recuperación de la democracia, el mismo será ubicado donde se encuentran asentadas las carpas, frente al Ministerio de Justicia”.
Ramiro Llanos vincula directamente la desaparición de la carpa con la muerte de su padre. Interpreta el evento como una eliminación deliberada para resolver un problema político persistente. Él afirma que la forma en que se resolvieron muchos problemas durante el gobierno de Evo Morales fue «con muertes».
—El gobierno buscaba eliminarlo porque no podían aprobar una ley de indemnización ni cumplir con las recomendaciones de Naciones Unidas. Era un clavo en el zapato apostado frente al Ministerio de Justicia durante ocho años. Si mi padre hubiera seguido con vida, hubiese seguido la carpa. Él puso la línea, la bandera que sostuvo la carpa.