El Oktoberfest no nació del pueblo, sino de una boda real. Pero con el tiempo, esa celebración aristocrática se convirtió en el corazón simbólico de Baviera. En sus jarras de cerveza se fermenta una historia de identidad, comercio y memoria: la prueba de que las culturas también pueden reinventarse sin perder su sabor.

Lederhosen y Dirndl son los trajes tradicionales bávaros que, más que simples prendas, funcionan como emblemas de identidad cultural. Los Lederhosen —literalmente “pantalones de cuero”— eran la vestimenta de trabajo de los campesinos y cazadores alpinos, confeccionados con piel curtida para resistir el uso diario, que representan la virilidad rústica y el orgullo regional masculino. El Dirndl, por su parte, deriva del atuendo campesino femenino del siglo XIX, compuesto por una blusa ajustada, un corsé, una falda amplia y un delantal, y simboliza la feminidad tradicional bávara. Ambos trajes, resignificados por el tiempo, se convirtieron en piezas centrales del imaginario del Oktoberfest, donde se usan como actos de afirmación colectiva.

El Oktoberfest nació en 1810, en los prados frente a la ciudad, como una fiesta de boda real. El príncipe Luis I y la princesa Teresa se casaban, y el pueblo fue invitado a participar. Lo que la monarquía buscaba era convertir el matrimonio en un gesto de unidad, legitimando su poder a través de la celebración colectiva. Pero lo que la gente terminó apropiándose del rito. La boda pasó, la monarquía se fue, y la fiesta quedó. Dos siglos después, el Oktoberfest sigue siendo la ceremonia que resignifica la identidad bávara año tras año.



En ella se mezclan la historia, la economía y el mito. Durante dos semanas, Múnich deja de ser una ciudad moderna para volverse un territorio suspendido, donde el tiempo parece no avanzar. Las jerarquías se disuelven, los extraños se abrazan, y la cerveza fluye como un sacramento. Algo que se nos hace muy familiar con nuestra celebración de carnaval.

El Oktoberfest es un espacio “liminal”, aquel intervalo donde las normas se suspenden para que la comunidad se reconozca a sí misma. Y es justamente esa suspensión —esa licencia para el exceso— la que mantiene viva la estructura social. En el ruido, en el canto, en el desborde, se define la reafirmación del colectivo.

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Aquí la cerveza deja de ser una simple bebida. Cada jarra —las inmensas Masskrug— devienen en objetos rituales. Su tamaño exagerado, su peso, su espuma, transforman el acto de beber en un gesto casi ceremonial. No es solo placer, es participación. Quien levanta una jarra no está bebiendo, está perteneciendo.

La tradición no sobrevive por fidelidad, sino por repetición. Cada generación vuelve a inventarla, ajustando el mito al presente. Por eso, aunque el Oktoberfest esté lleno de turistas, cámaras y patrocinios, sigue siendo un rito. Lo auténtico, en este caso, no es el origen, sino la persistencia.

El festival, en su forma actual, condensa el largo viaje de Baviera de reino católico conservador a potencia económica dentro de una Alemania unificada. Cada edición es una cita con su historia, una manera de recordarse distinta del resto. En el Oktoberfest, el bávaro celebra no solo su cerveza, sino su supervivencia cultural en medio del mundo global.

La globalización, inevitablemente, lo transformó en un fenómeno mundial. En los rincones más impensados del mundo tienen lugar Oktoberfest, copiando sus símbolos, su música y su estética. Lo que alguna vez fue una tradición local hoy es una marca planetaria. El folclore se empaqueta, la identidad se exporta, y la cultura se convierte en una franquicia de pertenencia temporal.

Esa expansión trae consigo una paradoja. Cuanto más universal se vuelve el Oktoberfest, más necesita de su raíz bávara para sobrevivir. Es en la tensión entre lo local y lo global donde la fiesta encuentra su vitalidad. El turista que llega a Múnich buscando autenticidad se convierte, sin saberlo, en parte del mito. En el fondo, lo que busca no es una cerveza, sino una forma de comunidad, un instante de pertenencia en un mundo que se disuelve.

Y el bávaro, que lo recibe, también participa de esa ilusión. Porque la autenticidad, en tiempos de globalización, es más una necesidad emocional que una realidad histórica. El Oktoberfest no representa una tradición intacta, sino una tradición que se adapta, que negocia, que sobrevive.

En dos siglos de historia, el Oktoberfest ha atravesado guerras, epidemias y crisis económicas. Ha sido interrumpido y reinventado. En los años del nazismo, el régimen intentó convertirlo en un símbolo de la “germanidad pura”, borrando su raíz regional. En la posguerra, la fiesta recuperó su tono popular, convirtiéndose en un emblema de reconstrucción. En cada transformación, el festival reflejó la tensión de su tiempo.

En su forma más simple, el Oktoberfest es una excusa para beber. En su forma más compleja, es una coreografía cultural donde el pasado y el presente se reconcilian. Baviera encontró en su cerveza un lenguaje propio, una manera de narrar su historia con espuma y música.

Por Mauricio Jaime Goio.