El pueblo, una abstracción muy útil


En el lenguaje político, pocas palabras han sido tan invocadas, tan moldeadas y tan vaciadas de cuerpo como “pueblo”. Representa a la mayoría, pero no tiene rostro. Es fuente de soberanía y también de manipulación. Un sujeto incorpóreo que legitima el poder, incluso cuando no está presente.

Fuente:  https://ideastextuales.com



Hablar del pueblo es hablar de una presencia que se nombra más de lo que se conoce. Nadie ha visto al pueblo, pero todos juran hablar en su nombre. Está en los discursos inaugurales, en las marchas, en los preámbulos constitucionales. “Nosotros, el pueblo…”, repite la liturgia política, como si el pronombre bastara para invocar una entidad que, en rigor, no tiene cuerpo. Lo que llamamos pueblo no es una multitud de personas sino una ficción colectiva, una idea necesaria para que la política se sostenga en algo más que en la fuerza.

Desde la Revolución Francesa, el pueblo se convirtió en el protagonista imaginario de la historia moderna. Jean-Jacques Rousseau lo definió como la fuente de la voluntad general. Una voluntad que no era la suma de voluntades individuales, sino una abstracción moral que trascendía a cada ciudadano. La modernidad nació a partir de declarar soberano a un sujeto que no puede actuar por sí mismo. El pueblo, como la divinidad en las religiones antiguas, necesita sacerdotes que hablen por él.

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No se trata de una masa biológica, sino una comunidad cultural, una construcción histórica que se reconoce a sí misma en el relato nacional. Lo que distingue pueblo de población no es una cuestión numérica, sino que apela al sentido. Una población puede contarse, un pueblo, en cambio, se imagina. Es una invención simbólica que permite creer que todos los que viven bajo un mismo gobierno comparten destino. Una forma de cohesión afectiva, sostenida por memoria, mitos y promesas.

Unidad ilusoria, si consideramos que, a lo largo de la historia, el pueblo ha sido todo y lo contrario. Cada ideología lo ha reclamado como suyo. Los fascismos lo imaginaron puro, los marxismos lo vieron oprimido, los liberales lo redujeron a votante. Y todos, sin excepción, lo convirtieron en fuente de legitimidad. El poder político, para justificarse, necesita un cuerpo que lo respalde, aunque ese cuerpo sea invisible. La legitimidad del estado se sostiene sobre un artificio.

Entonces cabe preguntarse ¿qué diferencia puede existir entre sentirse representante de la voluntad del pueblo, en una sociedad compleja de millones de habitantes, y decir que fue la voz de Dios que le habló desde una mata en llamas? Hay mucho de religión, de fe en lo invisible, en una energía o voluntad que se presume omnipresente. La política moderna, al igual que las antiguas religiones, se funda en la creencia de que existe una fuerza que nos trasciende, un orden moral o espiritual que da sentido a las decisiones humanas. Más aún si consideramos que, a nivel mundial, en las elecciones libres y limpias, difícilmente una representación política obtiene más del 50% de los votos del electorado. La fe política se parece, en muchos sentidos, a la fe teológica: ambas descansan en la confianza ciega en una voz que no se oye, pero se siente.

Los líderes populistas lo saben. Su poder a depender de apropiarse del mito. “Yo soy el pueblo”, declaran, convencidos de que la palabra basta para dar carne a la abstracción. Pero, inevitablemente, generan exclusión. Pues al trazar un “nosotros”, definen inevitablemente un “ellos”. Lo popular, en lo práctico, se transforma en una minoría que dicta el canon.

Las identidades indígenas, de género, regionales y migrantes fragmentan el viejo mito de la nación una e indivisible. Lo que antes era un solo pueblo es ahora una constelación de pueblos. Y esa multiplicidad, lejos de ser un defecto, podría ser su forma más honesta de existencia. La democracia contemporánea ya no puede sostenerse en el espejismo de una mayoría abstracta. Necesita asumir su diversidad, aceptar que el pueblo ya no es un cuerpo único, sino una multitud de voces que buscan ser escuchadas.

Aun así, la retórica del pueblo persiste. Se invoca en los discursos, en las campañas, en los tribunales. Nadie gobierna sin decir que lo hace “en nombre del pueblo”, aunque el pueblo real no aparezca nunca en la escena del poder.

Es la promesa de una comunidad posible, el anhelo de que, detrás de nuestras diferencias, exista todavía un nosotros. Esa esperanza es lo que mantiene viva la idea, incluso cuando sabemos que es, ante todo, una ficción. Una ficción necesaria, como todas las que sostienen la fe en que lo común todavía importa.

Por Mauricio Jaime Goio.