Cada octubre, Estocolmo se prepara para transformarse en el centro de atención de una buena parte de la humanidad. El Instituto Karolinska o de la Academia Sueca, comienza, a cuentagotas, a anunciar a los ganadores de los Premios Nobel. Por un instante, la ciencia, la literatura y la paz desplazan a la levedad, la masacre y el escándalo del centro de atención de los medios de comunicación. La sazón principal que explica esa atención se encuentra tanto en el trabajo de los ganadores como en el sigilo y el misterio con que se protegen los nombres de los ganadores. En la era de la transparencia, los Nobel son una anomalía. No hay cámaras, ni periodistas, ni tuits.
Fuente: Ideas Textules
En un archivo cerrado en Suecia, bajo la custodia de la Fundación Nobel, descansan las nominaciones de cada año. Dormidas. Esperan cincuenta años antes de abrirse al público. Entonces, cuando los ganadores ya son historia o mito, los documentos se revelan como si el pasado dejara una carta al futuro. Así supimos que Mahatma Gandhi fue nominado cinco veces sin recibirlo. Que Borges, Einstein, Freud y Simone de Beauvoir estuvieron alguna vez entre los nombres considerados. Esos archivos, más que listas, son radiografías del pensamiento de una época. En ellos se leen los valores, los prejuicios y las ausencias del siglo XX.
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Algo profundamente contracultural. En un mundo de declaraciones públicas y cámaras encendidas, los Nobel eligen el silencio. Tal vez porque el mérito necesita tiempo, y el tiempo solo puede existir donde hay pausa.
Alfred Nobel, el hombre que inventó la dinamita, dejó su fortuna para premiar a quienes ayudaran a la humanidad. Era su forma de reparar la culpa por su explosiva creación. Quizás por eso los premios que llevan su nombre se organizan como un acto de fe. Creen en el tiempo. En la paciencia del juicio. En el valor del anonimato.
Cada año, los comités revisan cientos de nominaciones. Científicos, escritores, activistas. Los leen, los debaten, los defienden. Luego guardan silencio. En un mundo que dicta sentencias en segundos, esa espera es una pedagogía. Una manera de recordar que el valor de una obra no se mide por su ruido, sino por su capacidad de permanecer.
Cuando los archivos se abren, el pasado se vuelve conversación. Se descubren los olvidos imperdonables, como el Nobel de la Paz que no se llevó Gandhi o la indiferencia con las primeras mujeres científicas o los escritores ignorados por no ajustarse a la estética del norte. Pero en ese espejo también se reflejan las obsesiones de una época. La ciencia como salvación, la literatura como verdad, la paz como horizonte. Los Nobel, en el fondo, funcionan como una bitácora del pensamiento occidental. No solo coronan a los mejores, sino que marcan lo que el mundo decide considerar valioso.
La gloria, sin embargo, es un terreno inestable. Los Nobel viven en una frontera delicada entre el honor y la controversia. Se les acusa de eurocentrismo, de haber ignorado voces del sur, de no comprender a tiempo el cambio cultural. Pero tal vez esa imperfección sea parte de su poder simbólico. Porque toda institución humana es, al mismo tiempo, reflejo y contradicción.
Y, sin embargo, cada año, cuando los ganadores suben al escenario y estrechan la mano del rey de Suecia, algo se renueva. La fe en que el conocimiento aún puede mejorar la vida. Que la belleza, la ciencia y la paz siguen siendo causas por las que vale la pena esperar.
Cada diciembre, en Estocolmo, cuando se alzan las copas de cristal y suena el himno sueco, el mundo vuelve a creer —por un momento breve y luminoso— que la excelencia todavía es posible. Que hay gestos que resisten la prisa. Que el silencio, a veces, es el lugar donde el conocimiento respira.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textules