
En la delgada línea que separa el oro de la corrupción, la minería boliviana vuelve a mirar su reflejo más incómodo: un sistema que, bajo el discurso del desarrollo, parece perpetuar las mismas prácticas que corroen la institucionalidad y desfiguran el territorio. El reciente ascenso de Eddy Álvaro Antezana García, de Director Departamental de la AJAM-La Paz a Director Ejecutivo Nacional de la Autoridad Jurisdiccional Administrativa Minera (AJAM), ha reavivado las alarmas sobre un patrón de actuación que no solo erosiona el Estado de Derecho, sino que pone en entredicho la sostenibilidad ambiental del país.
La imputación formal presentada por la Fiscalía Anticorrupción de La Paz, revelada por la Agencia de Noticias Ambiental, acusa a Antezana de haber incurrido en uso indebido de influencias durante su gestión departamental, favoreciendo presuntamente a cooperativas auríferas en la comunidad de Chillata, municipio de Yanacachi (Yungas de La Paz). Paralelamente, el mismo medio especializado ANA Bolivia publicó que dichas acciones incluyeron la suspensión arbitraria de una resolución administrativa ejecutoriada, lo que habría permitido el ingreso irregular de cooperativas al área previamente reconocida a una empresa con derechos legalmente adquiridos.
Más allá de lo jurídico, el caso refleja una dinámica institucional que tiende a bloquear la formalización minera privada y favorecer la expansión cooperativista, incluso en detrimento de la transparencia y la responsabilidad ambiental. Esa inclinación, cuando se repite y normaliza, se transforma en un “modus operandi” sistémico, el uso del aparato administrativo como filtro de poder para frenar solicitudes legítimas, manipular tiempos procesales y condicionar la entrega de derechos mineros a conveniencias externas.
La gravedad del asunto se amplifica por el contexto ambiental. La expansión de la minería aurífera cooperativista (muchas o casi todas las veces sin fiscalización efectiva ni cumplimiento de estándares ambientales) representa una amenaza directa a los suelos, los bosques y los cursos hídricos que sostienen la vida en la región. No se trata solo de oro, se trata del agua, la tierra y la salud de las comunidades locales.
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Según los antecedentes administrativos obtenidos y revisados por este medio (memoriales, recursos y observaciones presentadas por la Empresa Minera Azurita S.R.L.), el patrón de actuación de la AJAM-La Paz bajo la dirección de Antezana también incluyó omisiones deliberadas en la tramitación de contratos administrativos mineros, generando demoras injustificadas que, en la práctica, paralizaron solicitudes legítimas de empresas formalmente constituidas. Ese comportamiento, reiterado en distintos casos, habría obstaculizado la ejecución de proyectos que contaban con cumplimiento ambiental y respaldo técnico, favoreciendo de forma indirecta a actores informales o de carácter político.
El mensaje que transmite esa práctica es doblemente peligroso, de un lado, desalienta la formalización de la actividad minera y de otro, legitima el avance de operaciones sin control. En términos ambientales, esto equivale a liberar la selva y los ríos a una minería sin freno, a cargo de las cooperativas como responsables y actores monopólicos de la minería en el país. En este escenario, la designación de Antezana como máxima autoridad nacional de la AJAM (pese a una imputación formal por presunta corrupción) es una señal inquietante de cómo el sistema premia la impunidad. La conjunción de estos elementos (imputación, manipulación procedimental, paralización de trámites legítimos, impacto ambiental y ascenso institucional) revela más que un caso aislado. Sugiere la existencia de una estructura de poder subyacente, donde el control de los tiempos administrativos, cumplimiento de requisitos y debido proceso, se convierte en un instrumento de dominación económica y política. El oro, una vez más, se erige como la moneda de cambio entre burocracia y corrupción.
A la luz de los documentos analizados y las fuentes verificadas, puede afirmarse que este modelo de actuación del actual Director Ejecutivo de la AJAM no solo vulnera derechos empresariales y comunitarios, sino que pone en riesgo la gobernanza ambiental del país. Cuando la autoridad minera actúa con discrecionalidad, se desdibuja la frontera entre regulación y complicidad. Y cuando los mecanismos de control ambiental se subordinan a intereses coyunturales, el costo lo paga el territorio: los ríos se enturbian, los bosques retroceden, y la confianza pública se evapora.
El caso Antezana no debería verse como un episodio aislado, sino como el espejo de un sistema que se resiste a transparentarse. Bolivia no puede aspirar a una minería responsable si sus instituciones continúan siendo vulnerables a la influencia, la omisión y la manipulación. Las leyes, las resoluciones y los procedimientos existen para garantizar equilibrio, no para ser negociados.
En un país donde la riqueza mineral convive con el dolo institucional, el verdadero desafío no es extraer más oro, sino extraer la corrupción de sus raíces. Mientras eso no ocurra, la minería boliviana seguirá atrapada en el ciclo de su propia contradicción: buscar progreso a través de la destrucción.
Por: Jaime Cuéllar
Es abogado especializado en minería ilegal y seguridad de Estado