Cuando concluyó la primera vuelta electoral el 17 de agosto, se respiraba en las calles un aire de alivio. Muchos sintieron que con el fin del ciclo del masismo se abría también una nueva etapa para la democracia boliviana. Aunque dos meses parecían demasiado para esperar la segunda vuelta, el país lo asumió con esperanza: queríamos saber quiénes serían las nuevas autoridades que dirigirán Bolivia durante los próximos cinco años.
Sin embargo, lo que debía ser una fiesta democrática terminó convirtiéndose en una guerra sin cuartel. En lugar de debates sobre propuestas, tuvimos ataques, desinformación y discursos de odio. Dos meses después, Bolivia llega a la segunda vuelta más dividida que nunca, con una ciudadanía cansada, frustrada y temerosa del futuro.
La tormenta económica que se aproxima
Esa división política ocurre justo cuando el país enfrenta su segunda peor crisis económica desde el retorno a la democracia, y con riesgo de superar incluso la crisis de 1982–1985. Las reservas internacionales no son suficientes, el déficit fiscal se ha vuelto estructural, la deuda crece sin control y el sistema financiero opera bajo una presión silenciosa.
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El próximo gobierno no solo deberá gobernar: deberá reconstruir una economía en ruinas. Y esa reconstrucción exigirá decisiones que no serán populares, pero sí necesarias.
Medidas como levantar la subvención a los combustibles, liberar el tipo de cambio oficial, permitir que las tasas de interés reflejen la realidad del mercado y controlar una inflación que puede desbordarse serán inevitables. Ningún país sale de una crisis tan profunda sin ajustes, y estos ajustes solo serán viables si la sociedad comprende y acompaña el proceso.
Un punto de inflexión
Bolivia se encuentra en un punto de inflexión: o salimos adelante juntos, o nos hundimos juntos.
La economía, pese a su apariencia técnica, no es una ciencia exacta. Dos más dos no siempre son cuatro, porque las variables humanas, como el miedo, la confianza y la esperanza, pesan tanto como los números.
Por eso, quienes creemos en la economía como herramienta de transformación debemos también comprender la realidad social boliviana: un país diverso, desigual y profundamente fragmentado. No hay una Bolivia, hay varias, y solo un gobierno que logre unir esas miradas distintas (desde el altiplano hasta el oriente) podrá sostener un plan económico serio y duradero.
Ni el mejor programa técnico sobrevivirá sin respaldo político ni consenso social.
El fin del maquillaje
No debemos confundirnos. El gobierno del MAS hizo todo lo posible para maquillar una situación económica insostenible, utilizando bonos, subsidios y manipulación del tipo de cambio para ocultar los desequilibrios. Pero los números no mienten: el modelo agotó sus recursos.
La peor parte todavía está por venir, y pretender lo contrario sería irresponsable. A partir de 2026, Bolivia vivirá un ajuste ineludible. Dolerá, como duelen todas las transiciones reales, pero el dolor puede tener sentido si detrás hay una visión de país y un esfuerzo compartido.
Recuperar la esperanza
La magia no existe, pero la esperanza sí.
Si logramos que las medidas económicas sean entendidas, explicadas y acompañadas por la sociedad, podremos construir un nuevo contrato social basado en la verdad, la responsabilidad y la confianza.
Bolivia necesita más que un cambio de gobierno: necesita reconciliarse consigo misma.
Solo un país que se reconozca en su diversidad, que dialogue sin odio y que entienda que no hay crecimiento sin sacrificio, podrá salir adelante.
El 2026 marcará el inicio de una etapa difícil. Pero si actuamos con madurez y unidad, el 2027 puede ser el comienzo de una Bolivia distinta: más honesta, más fuerte y más justa.
Oscar Cuentas Sandy
Economista