“Entre el grito y la toga: Los paradigmas de una justicia que busca redimirse”


 

 



En el teatro de la historia boliviana, la justicia ha sido, más que un poder, un espejo roto: fragmentado, empañado y aún reflejando los ecos de promesas incumplidas. Hoy, con un presidente electo que promete una reforma judicial profunda, Bolivia se encuentra ante un umbral decisivo. No se trata solo de cambiar leyes, sino de alterar mentalidades; no de remplazar rostros, sino de reconstruir la confianza que el ciudadano ha extraviado entre pasillos judiciales y expedientes empolvados.

El primer paradigma que debe enfrentarse es el de la credibilidad perdida. Ninguna constitución, por más solemne, puede sostenerse si el pueblo no cree en la imparcialidad de sus jueces. El escepticismo ciudadano no surge del capricho, sino de la experiencia: decisiones judiciales que se doblan al viento político, procesos eternos, corrupción institucionalizada. Sin una justicia que inspire respeto y temor a la vez —temor no al castigo, sino a la fuerza moral de la ley— toda reforma será apenas maquillaje en un rostro fatigado.

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El segundo paradigma es el de la pluralidad no resuelta. Bolivia, Estado Plurinacional, se prometió a sí misma una justicia de muchos rostros: la del indígena y la del citadino, la del altiplano y la del oriente. Sin embargo, la promesa de una justicia intercultural ha quedado atrapada en un discurso de inclusión formal. El reto está en hacer que la justicia hable todas las lenguas, no solo las del derecho positivo, sino también las de la comunidad, la costumbre y la dignidad compartida.

El tercer paradigma es el del tiempo y la presión social. Los pueblos hambrientos de justicia no esperan décadas. Pero la prisa, en materia judicial, suele ser enemiga de la profundidad. Una reforma eficaz no se decreta: se cultiva. Requiere técnica, paciencia y un compromiso moral que trascienda los periodos de gobierno. En este momento, el desafío es doble: satisfacer la urgencia del cambio sin sacrificar la solidez de sus cimientos.

A corto plazo, el país necesita señales claras: modernización tecnológica que transparente los procesos, jueces elegidos por mérito y no por padrinazgo, y un pacto nacional por la justicia que una al poder político con la sociedad civil. Bolivia necesita ver, sentir, que algo se mueve en los tribunales.

A largo plazo, la tarea es más íntima y más ardua: formar una nueva cultura judicial, donde la toga pese más que el cargo, donde la ley sea un ideal antes que un instrumento, y donde la justicia deje de ser un rumor distante.

Si algo nos enseña la historia constitucional es que la verdadera reforma no nace del decreto, sino del espíritu. La justicia, en su esencia, es un acto de fe colectiva: una creencia en que el derecho puede equilibrar el poder, y en que el ciudadano —sin importar su apellido, idioma o fortuna— tiene en el juez su último refugio.

Bolivia, una vez más, se mira en su espejo roto. Pero quizás esta vez, si se atreve a mirar sin miedo, podrá comenzar a reconstruirlo. Porque en el grito social que exige justicia, y en la toga que debe responder con dignidad, se juega no solo el futuro de un sistema judicial, sino el alma misma de la República.

 

Carlos Pol Limpias, Ph.D. en Derecho Constitucional