Entre la indignación y el silencio


En tiempos en que cada tragedia se convierte en bandera y cada opinión en trinchera, la guerra entre Israel y Hamás revela una crisis más profunda: la incapacidad contemporánea de aceptar los matices. Lo humano, atrapado entre la moral y la propaganda, se diluye en un conflicto donde nadie puede proclamarse inocente.

Fuente: Ideas Textuales



El periodista argentino Osvaldo Bazán ha publicado un artículo en la revista digital Seúl que llama a la reflexión sobre el conflicto en la Franja de Gaza. Incomoda, quizás duele, pero ilumina. Y es que en medio del horror con que hemos visto desfilar por los medios, asumiendo posiciones intransigentes, tendemos a olvidar que la vida, incluso en la guerra, no está dibujada en blanco y negro. El matiz es lo que más escasea en estos tiempos de certezas violentas, de trincheras morales, de bandos que prefieren tener razón antes que entender. Bazán nos recuerda, quizás sin proponérselo, que pensar debe ser una acción esencial.

Hay guerras que se libran con misiles y otras con palabras. Desde hace dos años, la guerra entre Israel y Hamás ha desbordado los límites del Medio Oriente para instalarse en las pantallas y las conciencias del mundo. No se trata ya de entender qué ocurre en Gaza, sino de decidir de qué lado se está. Las redes sociales, convertidas en tribunal moral, imponen una narrativa sin matices, donde cualquier cuestionamiento suena a traición. Pero la realidad, como siempre, se resiste a las consignas. No hay pureza en esta guerra, ni víctimas sin verdugos ni verdugos sin miedo. El dolor no se mide en banderas, sino en cuerpos, y los cuerpos, allí donde caen, no distinguen la ideología de quien dispara.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

Es difícil no asumir una posición. La brutalidad del ejército israelí sobre la Franja de Gaza indigna y hiere cualquier conciencia. La devastación de hospitales, escuelas, refugios, la muerte de miles de civiles —más de sesenta mil, según cifras imposibles de verificar con independencia— conforma un paisaje de horror que desafía toda justificación. Pero también resulta incomprensible la manera en que Hamás ha utilizado a la población civil como escudo, como si el sacrificio de los suyos fuera una forma de propaganda. Esos civiles, atrapados entre el fuego de la venganza y la fe del martirio, son víctimas tanto de los misiles israelíes, como de la estrategia que los condena a morir para que el mundo se conmueva, se indigne y tome una posición. La muerte violenta se convierte en espectáculo, cada cadáver es en un argumento político.

El conflicto deja de ser un acontecimiento exclusivamente militar, es narrativo. Israel busca sostener su derecho a existir en medio de una hostilidad histórica, Hamás se aferra a la resistencia como justificación de su propia opresión. En Gaza, los muertos son contados como estadísticas y los rehenes como trofeos. Ambos relatos, sostenidos por siglos de miedo y venganza, se alimentan entre sí. El resultado es un bucle moral del que nadie escapa: cada bomba lanzada engendra una nueva justificación, cada niño muerto más odio.

Las guerras del siglo XXI no se libran solo en el campo de batalla. Se libran en los algoritmos, en los titulares, en los feeds donde la indignación es el nuevo combustible. Lo que antes requería estudio o prudencia hoy se resuelve en un tuit o una bandera en el perfil. Se trata de tomar partido, no de comprender. En esa simplificación se pierde el drama humano, el de los que no caben en ningún relato. El de los palestinos que quieren vivir sin miedo a su propio gobierno, el de los israelíes que marchan contra Netanyahu, el de los niños que aprenden a reconocer el sonido de los drones o de los misiles antes que el de la lluvia. Son la medida del fracaso de la humanidad.

Las consecuencias de este conflicto han reconfigurado el mapa político del Medio Oriente. Lo que parecía una lenta aproximación entre Israel y sus vecinos árabes se quebró tras el ataque de 2023. La violencia desatada en Gaza, las incursiones en el Líbano, los ataques cruzados con Irán, todo ha devuelto a la región a una era de desconfianza que parecía superada. La paz, convertida en mercancía diplomática, se negocia hoy en los despachos de Washington con la misma frialdad con que se bombardean los hospitales. Donald Trump, en su regreso al poder, propone planes de paz que son, en verdad, planes de administración colonial: una Gaza tutelada, vigilada, reconstruida solo para servir de ejemplo. Lo terrible, pareciera que sin ese tipo de imposición externa, la guerra no se detendrá.

En este tablero, Israel se ha aislado y Hamás se ha degradado hasta convertirse en una sombra de lo que decía defender. La palabra “resistencia” se ha vaciado de contenido, del mismo modo en que la palabra “seguridad” ha perdido sentido en boca de los generales israelíes. Ambos discursos repiten una misma lógica sacrificial: matar para que otros vivan, destruir para garantizar el futuro. Un futuro que parece diluirse en medio de tanta barbarie. El conflicto se transformado en un espectáculo al que el mundo asiste y que lo divide moralmente.

Lo que más duele, quizás, es constatar que nos hemos acostumbrado a la muerte transmitida en directo, a la indignación programada, al duelo instantáneo que dura lo que tarda en actualizarse el siguiente trending topic. La guerra ya no necesita justificar su existencia, se transforma en un relato que alimenta el morbo de los espectadores. La humanidad no puede permitirse esa ligereza. Si algo debe aprenderse de Gaza no es solo el horror de las bombas, sino la fragilidad del juicio moral cuando se confunde empatía con militancia.

Quizás lo más honesto sea aceptar que esta guerra no tiene héroes, que los discursos de pureza son trampas para justificar la bestialidad. Que en la región donde nacieron tres religiones que prometían la paz, seguimos repitiendo los mismos ritos de destrucción. Y que mientras discutimos si se trata de un genocidio o de una legítima defensa, miles de personas siguen muriendo. La guerra deja de ser un drama, para transformarse en tema de conversación de sobremesa.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales