El lenguaje humano, esa herramienta maravillosa que nos permite nombrar, pensar y comprender nuestro entorno, también carga con una fragilidad: su tendencia a etiquetar.
Fuente: https://ideastextuales.com
En su afán por ordenar el caos del mundo, el lenguaje clasifica, separa, jerarquiza. Cada concepto, cada diagnóstico, cada palabra que define, también delimita. Lo que se dice “para entender” puede volverse en una forma de excluir. Así como el lenguaje nos da acceso a la experiencia, también puede fijarla en categorías que inmovilizan. Y en ese movimiento —tan humano como inevitable— nacen muchos de los estigmas que luego cuesta desarmar.
Es de esto precisamente que trata un muy interesante artículo de la revista The Conversation, de la doctora Aimee Grant. En él analiza como en los últimos años el concepto espectro autista se ha vuelto parte de nuestra vida cotidiana. Aparece en informes escolares, en diagnósticos médicos, en conversaciones familiares. Plantea que lo que en un inicio fue una promesa de comprensión, con el tiempo ha llegado a convertirse en una nueva forma de incomodidad. Porque toda palabra que alude a la diferencia humana corre el riesgo de terminar por fijar una frontera, estigmatizar.
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La historia del espectro autista comienza en la Inglaterra de los años ochenta, cuando la psiquiatra Lorna Wing propuso mirar el autismo como una gama de experiencias, y no como una condición cerrada. Su idea cambió para siempre la comprensión de la neurodiversidad. Ya no se trataba de definir una rareza, sino de un modo diverso de ser en el mundo. Pero el éxito del concepto conllevó la tentación de ordenar la diferencia en jerarquías. El espectro terminó reproduciendo viejas divisiones. En un extremo, los considerados “altamente funcionales”, convertidos en genios mediáticos. En el otro, quienes requieren apoyo constante, reducidos a sujetos de compasión o de control.
Lo que comenzó como una noción inclusiva se transformó en un sistema de clasificación que olvida la singularidad. Las etiquetas diagnósticas, al pretender objetividad, se vuelven herramientas culturales que determinan qué vidas son dignas de autonomía y cuáles deben ser tuteladas.
En América Latina, esa tensión se multiplica por las desigualdades estructurales. El acceso al diagnóstico y al tratamiento depende del poder adquisitivo. Las familias peregrinan por hospitales públicos sin especialistas o por centros privados donde la diferencia se paga. Entre la ciencia y el mercado, los cuerpos autistas quedan atrapados en un limbo burocrático. Las políticas de inclusión existen, pero casi nunca se traducen en recursos. Y mientras tanto, la cultura sigue asociando el autismo con la idea de un “problema a corregir”.
El lenguaje cotidiano lo delata. Se habla de “integración escolar” como si las aulas fueran espacios a los que hay que ser admitido, no como un derecho garantizado. Quiénes abordan el tema oscilan entre el paternalismo y la condescendencia. En las redes sociales, los movimientos de orgullo autista luchan por recuperar la voz que durante décadas les fue arrebatada por médicos, padres o terapeutas. La discriminación, en estos casos, no proviene del rechazo explícito, sino del gesto de normalización. Se acepta al otro solo si se adapta, solo si aprende a parecerse.
Pero integrar no es asimilar. Una sociedad verdaderamente inclusiva no pide camuflaje, acepta la diferencia desde su propia forma, con sus movimientos, su ritmo, su lenguaje. El aleteo de manos, por ejemplo —ese gesto de autoestimulación tan característico de muchas personas autistas— suele ser reprimido en escuelas y lugares de trabajo. Se le considera un signo de “comportamiento inadecuado”, cuando en realidad es una forma de autorregulación sensorial. Suprimirlo puede generar ansiedad o agotamiento. Cada intento de “corregir” un rasgo autista es también una forma de negar un modo de estar en el mundo.
La sociedad moderna sigue obsesionada con la medida. Los manuales de psiquiatría dividen el autismo en niveles según la cantidad de apoyo que requiere una persona, pero la vida real no se deja encerrar en determinados parámetros. Las necesidades cambian con el tiempo, con el cansancio, con el entorno, hasta con la hora del día.
Lo que falta, quizás, no son más clasificaciones, sino una nueva sensibilidad cultural. La ciencia puede explicar las condiciones del cuerpo, pero solo la cultura puede transformar la mirada. La discriminación comienza cuando se define la normalidad, y la inclusión real empieza cuando esa definición se vuelve innecesaria. En América Latina, donde las políticas sociales muchas veces son promesas incumplidas, repensar el autismo implica también repensar la idea de humanidad.
En los últimos años, el movimiento del orgullo autista ha comenzado a abrirse camino en la región. En México, en Chile, en Argentina, en Colombia, pequeñas comunidades autistas empiezan a narrarse en primera persona. Ya no hablan “sobre” el autismo, sino “desde” el autismo. Es un cambio que puede parecer sutil o simplemente formal, pero es radical. El sujeto deja de ser objeto de estudio para convertirse en narrador de su propia experiencia. Esa transformación tiene una potencia política enorme. Significa que la cultura, durante tanto tiempo vehículo de exclusión, puede convertirse en el espacio del reconocimiento.
El desafío, sin embargo, persiste. La inclusión no puede ser un eslogan ni una efeméride. No basta con pintar de azul un edificio público cada 2 de abril. Se trata de transformar las prácticas cotidianas. En definitiva, se trata de desarmar la idea de que la diferencia necesita tratamiento para ser aceptada.
Repensar el autismo es, al final, una invitación a pensar la convivencia. A preguntarnos qué hacemos con la diferencia cuando la encontramos: si la abrazamos, si la ocultamos, o si la dejamos existir sin pedirle justificación. Porque el “espectro” no es una escala ni una enfermedad. Es una palabra que revela la verdadera medida de nuestra empatía.
Por Mauricio Jaime Goio.