Entre los estantes polvorientos y los lomos cerrados se esconde una poética de la espera. Acumular libros no leídos no es vanidad ni pereza. Es una forma de expresar nuestra fe en el futuro, de confiar en que la curiosidad seguirá viva cuando el mundo parezca agotado.
Fuente: https://ideastextuales.com
Uno de los recuerdos más potentes que tengo de niño es el librero en el cual se apoyaba mi cama. Corrían en paralelo y con sólo estirar mi brazo podría tomar un libro. Sería de unos dos metros de alto por 2,50 metros de largo. No tenía espacios vacíos. Se alineaban un montón de libros de las más diversas procedencias, temas y autores. Para mí era un desafío. Pensar que mi padre los había leído todos y que yo, con el tiempo, lograría alcanza su meta. Desde aproximadamente los 11 o 12 años disfrute de ese desafío a futuro, regocijándome desde el despertar con una lectura al azar.
Por eso para mí, al contrario de mucha gente que conozco, acumular libros no leídos termina siendo un acto de fe en un futuro en el cuál la curiosidad y el hambre de conocer se mantendrán incólumes. Por eso disfrute mucho hace unos días al toparme con un artículo encantador de Ethic, firmado por Raquel Pico, que hablaba del magnetismo secreto de los libros no leídos. Me sentí cómplice, casi coautor. En sus líneas se dignifica esa parte silenciosa de toda biblioteca que parece aguardarnos, listos para saltar sobre nosotros y sorprendernos.
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El acto de acumular libros no es simple exceso, es una forma de disfrutar y definirse como lector. Quien compra un libro que no leerá de inmediato no está cometiendo un error, simplemente se proyecta a futuro. Esa biblioteca de lo pendiente —esa geografía del todavía no— es el archivo de las posibles versiones de uno mismo. Allí aguarda la lectura que necesitaremos cuando la vida cambie de tono, cuando una herida o un hallazgo nos exija una nueva lengua para nombrarnos. No acumulamos libros por soberbia, sino por la esperanza en un tiempo más sereno para volver a ellos con otros ojos.
En un mundo donde cada minuto exige novedad, conservar lo no leído es resistirse a lo efímero y superfluo. Vivimos dentro de una sociedad que gusta del descarta con rapidez. Los libros llegan, brillan unos días en las mesas de novedades y desaparecen sin duelo. Pero leer —leer de verdad— es llegar tarde. Es desafiar la inmediatez. Cada libro no leído encarna ese derecho a un tiempo propio, al sosiego, a la ansiedad que conlleva la espera.
Cada biblioteca personal es, en el fondo, una autobiografía en clave futura. No retrata sólo lo que somos, sino lo que quisimos llegar a ser. En las estanterías conviven nuestras pasiones y renuncias, los intereses que tuvimos y los que apenas rozamos. El libro no leído es una pregunta. Suele suceder que uno abre un volumen olvidado y siente que fue escrito para ese día exacto, como si hubiera aguardado su hora. Esa coincidencia —entre azar y destino— es uno de los misterios más íntimos de la lectura.
No hay culpa más inútil que la del lector que no alcanza a leerlo todo. Ninguna vida bastaría para cumplir con la biblioteca de nuestros anhelos. Y sin embargo persistimos. Compramos, guardamos, apilamos. No porque creamos que algún día agotaremos la lista, sino porque cada nuevo libro nos recuerda que el mundo sigue ahí, inabarcable y abierto. La acumulación es, en ese sentido, una forma de aceptar nuestra finitud frente a la vastedad de lo que no conoceremos jamás. Simplemente admitamos que hay belleza en lo pendiente.
Hay quienes dicen que la acumulación de libros es una trampa del consumismo cultural. Pero reducirlo a eso sería injusto. Lo que parece exceso es, en verdad, una respuesta emocional ante la fugacidad. En un mundo que todo lo convierte en dato, el libro conserva el misterio de lo tangible. Pesa, ocupa espacio, reclama cuidado. Es una presencia que desafía la lógica de lo desechable. Tenerlo —aunque no lo hayamos leído— es sostener un vínculo con la memoria de lo analógico, con la lentitud de lo que perdura. Las bibliotecas, incluso las más desbordadas, no son museos del pasado sino laboratorios del porvenir. Allí donde creemos ver polvo, hay semillas.
El día en que entendamos que no leerlo todo también es una forma de leer, quizá podamos reconciliarnos con nuestras estanterías. Cada libro que nos mira desde el lomo cerrado es un recordatorio de lo inacabado, de lo que aún puede transformarnos. No es la posesión, es la disponibilidad. En cada libro que no abrimos palpita una forma de esperanza: la certeza de que todavía hay algo que puede sorprendernos.
Por Mauricio Jaime Goio.