Más de cuatro mil libros han sido vetados en escuelas de Estados Unidos, entre ellos Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera. Lo que parece una guerra cultural es, en realidad, una forma sofisticada de control ideológico.
Silenciosamente, y siguiendo el camino de los paladine totalitarios, Estados Unidos, el país que solía jactarse de su libertad y diversidad, ha comenzado a eliminar de sus bibliotecas escolares muchos libros que, precisamente, narran la diversidad humana. Según un informe de PEN America, durante el año escolar 2024–2025 fueron prohibidos casi 4.000 títulos en 87 distritos de Estados Unidos. Entre ellos figuran Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez, La casa de los espíritus de Isabel Allende y clásicos como Fahrenheit 451, El cuento de la criada y Las ventajas de ser invisible.
El argumento va por proteger a los niños de contenidos inapropiados, como referencias a sexualidad, identidad de género, justicia racial o migración. Lo que para quienes hemos leído muchos de estos textos nos sorprende, pues nada de sus argumentos refieren a algo forzado, que no se viva en el día a día de cualquier sujeto. Más bien lisa y llanamente se trata de un intento por imponer un discurso moral que busca uniformar el pensamiento. La censura no apunta a los libros, sino a los mundos posibles que esos libros abren.
Los estados que lideran la prohibición —Florida, Texas y Tennessee— no sólo comparten una orientación conservadora, sino que han convertido la educación pública en el nuevo campo de batalla de la política cultural. Desde el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, las campañas en defensa de los derechos parentales han sido la excusa para imponer una nueva ortodoxia moral.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Las órdenes ejecutivas que prometen acabar con el adoctrinamiento radical y defender a las mujeres del extremismo de la ideología de género, han servido como excusa para retirar cerca de 600 títulos de las bibliotecas del sistema educativo federal. En muchos distritos, los libros se retiran para revisión, se limitan por edad o se condiciona su acceso a la autorización de los padres. En la era de la información, el país que, en algún momento se vendió como paladín de la libertad de expresión, promueve un retorno a la censura institucional. Quizás en una forma no tan radical como en tiempos del nazismo, sin hogueras ni inquisidores, pero con comités de revisión y listas de no lectura. Una censura moderna impuesta con firmas y formularios.
El caso de García Márquez, desde la óptica latinoamericana, y teniendo en cuenta la fuerte presencia de nuestra cultura en los Estados Unidos, tiene una carga simbólica especial. Cien años de soledad enseña que la historia es cíclica, que el poder es frágil y que la memoria es el único antídoto contra el olvido. Su exclusión del sistema educativo estadounidense nos habla de un miedo profundo a lo distinto. A aquello que no encaja en el molde racional, protestante y disciplinario de la cultura anglosajona.
La literatura latinoamericana se construye desde los márgenes, mezclando lo sagrado con lo profano, lo público con lo privado. Representa una identidad mestiza y emocional que desafía el orden moral de quienes pretenden domesticarla. Incomoda porque enseña que la realidad también puede ser mágica, sensual, imprevisible.
La burocracia convierte a la escuela en un territorio vigilado. Profesores que retiran libros por miedo a perder su licencia. Bibliotecarios temerosos de ser denunciados. Padres convertidos en fiscales morales. Así se logra el objetivo de siempre de todo sistema totalitario, que la autocensura sustituya al debate. El derecho a leer se subordina al derecho a no incomodarse.
PEN America lo llama “la normalización de la prohibición”. Y no se trata de una exageración, pues la censura se ha vuelto parte de la rutina escolar. En muchos distritos, los estudiantes ya no eligen entre libros, sino entre versiones higienizadas de la realidad. La educación se rige por un estricto manual de conducta.
Esta prohibición encierra un reconocimiento involuntario, que enaltece la labor y el poder de la literatura. Si un Estado le teme, es porque conserva esa fuerza que ni el algoritmo ni la propaganda pueden reemplazar. La capacidad de imaginar otros mundos y de reconocer en el otro —en su voz, su deseo, su dolor— una forma de humanidad compartida desde la diversidad.
La censura, en su forma más profunda, no es un ataque contra los libros sino contra la complejidad. La cultura del control necesita un lenguaje sin ambigüedades, una sociedad sin matices. Y, sin embargo, es precisamente la literatura la que nos enseña que la verdad humana se encuentra en lo contradictorio.
En Cien años de soledad, los Buendía quedan atrapados en el ciclo de sus propias repeticiones, condenados a olvidar lo aprendido. Algo similar le ocurre hoy a Estados Unidos, un país que, en nombre de la pureza, se encierra en un bucle de miedo y censura. Lo que, como en toda prohibición, genera un efecto contrario. Potencia aún más el mensaje que se quiere ocultar. Así cada libro vetado lanza una advertencia al mundo: la libertad no se pierde de golpe, se erosiona en silencio, página a página, palabra a palabra.
Por Mauricio Jaime Goio.
