La política, entendida en su sentido más profundo, es una de las actividades más nobles del ser humano. Así lo han sostenido numerosos filósofos a lo largo de la historia, quienes han coincidido en destacar su función esencial: el ejercicio del poder orientado al bien común.
Sin embargo, en la práctica contemporánea, esta nobleza ha sido profundamente devaluada. Hoy, la política es vista por buena parte de la población como una de las actividades más desprestigiadas. ¿Por qué? Porque ha sido capturada por figurones, oportunistas, mercaderes de intereses personales, muchos de ellos frustrados en otras esferas, que ven en la política un medio para enriquecerse o alcanzar cuotas de poder sin vocación de servicio.
Este fenómeno no es ajeno a Bolivia. La práctica política en el país durante los últimos 70 años ha estado marcada por ciclos repetitivos de transformación, crisis institucional y conflictividad social. El poder ha oscilado entre proyectos populares, regímenes autoritarios, democracias frágiles y modelos híbridos de representación, en los que sus principales actores, con algunas honrosas excepciones, han perdido el sentido de historia, de país y de bien común.
Desde la Revolución Nacional de 1952 —que trajo consigo reformas estructurales como la nacionalización de las minas y la reforma agraria— hasta la instauración del Estado Plurinacional en 2006 —que generó grandes expectativas de inclusión y justicia social—, los proyectos políticos han terminado, en gran medida, inconclusos o fracasados. ¿La razón? La falta de visión patriótica real por parte de sus líderes y el desvío del rumbo hacia intereses particulares o de grupo.
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En este contexto, la política boliviana ha estado caracterizada por:
* El protagonismo constante de sectores sociales organizados: campesinos, indígenas, obreros y movimientos urbanos.
* El debilitamiento cíclico de los partidos tradicionales, reemplazados por fuerzas emergentes que, muchas veces, repiten las mismas prácticas del pasado.
* Un marcado caudillismo, donde figuras carismáticas dominan el escenario por encima de proyectos colectivos.
* Tensiones no resueltas entre centralismo y autonomías, tanto a nivel territorial como identitario.
* Frecuentes rupturas institucionales: golpes de Estado, crisis de gobernabilidad y disputas por la legitimidad electoral.
Hoy, Bolivia enfrenta un escenario de profunda polarización y desgaste político. Pero también hay señales de una ciudadanía más crítica, que exige nuevas formas de representación, mayor transparencia, inclusión real y sostenibilidad.
Volver a dignificar la política es posible, pero solo si recuperamos su esencia: el servicio al bien común, la ética pública y una visión de país que trascienda intereses personales o partidarios.
Fernando Crespo Lijeron