Un principio ulterior en política es que el poder jamás se delega. Se concentra, se monopoliza y se ejerce. Así de simple y complejo al mismo tiempo. No significa desoír ni mucho menos aplastar al contrario u oponente político. Se trata de saber mandar. Y en tiempos de crisis, la voz de mando debe hacerse diáfana y contundente.
Cuando las olas arrecian y la embarcación bambolea, por los porfiados golpes de los oleajes bravos e impetuosos, el líder debe asirse del mando y dirigir a su tripulación con serenidad y muchísima seguridad. Sólo así se evitará un naufragio ineludible.
Después de Evo Morales, ya no hubo esa voz de mando. Quizás, lo único que se le puede reconocer a uno de los políticos más tóxicos de la historia democrática del país, es haber sido capaz de mandar a su partido, a sus bases, a sus ministros, a sus operadores políticos y, casi, a una sociedad entera. No había otro liderazgo. Era casi inimaginable una contraorden.
La oposición fue brutalmente vapuleada, espoleada y casi incinerada. Sólo había una voz, una narrativa y un solo discurso. No defiendo esta forma absolutista de gobernar, pero sí creo que este país requiere – casi siempre – una voz de mando firme. Lo hizo Víctor Paz Estenssoro con su emblemática frase histórica: “Bolivia se nos muere (…) sino es esto (haciendo referencia a su decreto supremo 21060), entonces ¿qué es?” Nadie le replicó, ni chistó.
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Todos se alinearon y apoyaron la medida. Paz era un estadista, precisamente, porque sabía ejercer y administrar el poder. Pero, mucho más, aún, sabía llenar “un vacío” y aludió a un norte político muy claro, el mismo que generó, en su momento, una adhesión generalizada. Supo arrogarse el poder y capear las olas.
Entonces, si nos preguntamos qué significa una voz de mando, no deberíamos ligarla a una connotación autoritaria y muchísimo menos a una especie de jerarquía castrense o cacicazgo. El país ya está hastiado de esos megalómanos. Precisamente, por eso mismo, reclaman autoridad democrática, consensuada y pragmática.
La historia quiso – como siempre, irreverente y, a veces, hasta desquiciante – que un tarijeño vuelva a dirigir el país que hoy se bate en medio de un tsunami. Los tiempos son distintos. Las épocas cambiaron. Pero la voz de mando no. Sigue ahí y se revela por sí misma cuando un líder la reclama. Y, en pleno temporal, se vuelve más que nunca necesaria reconstituirla detrás de una figura con voluntad política y capacidad personal para tomar decisiones de cortísimo y largo plazo. De arrear las velas en medio del temporal o de insuflarlas cuando haya buen viento.
Su tarea es, en términos borgianos, hercúlea.
En Bolivia los actuales partidos políticos – que en esencia ya no son ni siquiera una especie de comparsa – carecen absolutamente de “esa” voz de mando y de orden. No tienen un ápice de credibilidad y confianza en su accionar, por lo que la tarea del inmediato Presidente en ejercicio será doble, ya que deberá ejercer el mando sobre una base política que no le responderá de manera monolítica y deberá consensuar con otros bandos que sólo velarán por sus propios intereses. Ya no hay un MNR por detrás. Ni un MIR, si se quiere, empolvado y muerto en el cajón de los recuerdos de su padre y que pueda, acaso, heredarle, aunque sea un mínimo de patrimonio político, a su hijo presidente.
No hay nada ni nadie por detrás de él. Su voz de mando, por lo tanto, es su único naipe. Su única ficha en un tablero caótico in extremis. Tiene apoyos, pero pueden ser espurios y volátiles.
En Bolivia, prácticamente se ha esfumado la autoridad. Aquella que es respetada, valorada, legitimada y consensuada. Las instituciones públicas se han derruido después de más de 20 años de un masismo trastornado y corrupto que, prácticamente, dinamitó cualquier atisbo de autoridad. Y aquella voz de mando se tradujo en autoritarismo, unilateralismo y despotismo.
El rasgo principal de la gobernabilidad recae en una nueva autoridad, que revalore la institucionalidad y que sea indiscutible en su reconocimiento por todos aquellos a quienes se les pide obedecer. No precisa ni de coacción ni de persuasión, sino de legitimidad y firmeza.
Una suerte de volver a creer en la permanencia y en la estabilidad. En la confianza y en el orden. En el derecho y en la justicia. En la decisión y en la certeza.
¿Podrá Paz administrar esas poleas y velas de la nave del poder? Porque, cuidado, si se pierde la autoridad, aquella voz de mando, se disipa el fundamento del gobierno y todo puede convertirse en un naufragio definitivo. Sin autoridad el campo político se transforma en un universo en el que todo puede pasar. Y ya nadie quiere, en su sano juicio, más incertidumbre y caos.
