En tiempos de polarización, donde el grito sustituye a la razón, la moderación se convierte en un acto de resistencia frente a la corriente dominante. Ser moderado no es sinónimo de pasividad ni de tibieza. Es, en realidad, una muestra de coraje individual ante la presión del pensamiento colectivo.

Desde pequeños nos enseñaron que defender una idea requería valentía. Sin embargo, hoy parece que el verdadero reto es no dejarse arrastrar por la urgencia de tomar partido. Vivimos en una época que premia la adhesión inmediata, el gesto rotundo y el eslogan moral. La política se ha transformado en un campo de trincheras, y las redes sociales en un coliseo donde las emociones compiten por ser tendencia. En medio de ese ruido, la moderación parece fuera de lugar.

El filósofo Diego Garrocho (Madrid, 1985) sostiene que no hay nada más radical que la mesura bien entendida. La prudencia no es cobardía, y la moderación exige resistir el impulso de pertenecer, de responder con odio o de tomar partido por reflejo. Nuestra era celebra la identidad de grupo y la pertenencia emocional, pero ese precio suele ser la renuncia a la singularidad. Muchas veces cambiamos la libertad de pensar por el temor a la soledad.



La soledad, paradójicamente, es el terreno fértil donde prosperan los totalitarismos. Cuando dejamos de pensar por nosotros mismos, buscamos refugio en comunidades ideológicas y tribus digitales que nos ofrecen una falsa sensación de pertenencia. Esta pertenencia, lejos de crear vínculos genuinos, puede unirnos en el odio y encerrarnos en cámaras de eco donde solo escuchamos nuestras propias certezas.

La polarización genera individuos desconectados de su vida interior, dependientes del grupo para definirse. El “nosotros” reemplaza al “yo”, y en ese proceso el individuo se vacía de contenido. Las ideologías ocupan el lugar que antes tenía la religión, con sus dogmas y sus herejes. Las redes sociales funcionan como templos modernos donde se exponen creencias en forma de consignas, y el diálogo se sustituye por la alabanza o la excomunión.

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Frente a esta fiebre ideológica, la moderación implica pensar despacio, resistir la tentación del aplauso fácil y aceptar la ambigüedad sin caer en el cinismo. Recuperar el tiempo para comprender antes de juzgar es un gesto profundamente humano. En un mundo que confunde la emoción con la verdad, la mesura se vuelve un acto de rebeldía. Nada más contestatario que un pensamiento que busca entender antes que convencer.

Los medios, las redes y los partidos políticos agitan nuestras conciencias y alteran nuestros estados emocionales con una noticia o una frase. Resistir esa agitación es un ejercicio de libertad interior. La verdadera autonomía no consiste solo en tener una opinión, sino en decidir si queremos tenerla.

La moderación es la sabiduría de no responder al primer impulso y de mantener el juicio cuando todo a nuestro alrededor se mueve. No niega el conflicto, sino que lo ordena. La democracia no se sostiene en la unanimidad, sino en el disenso civilizado, posible solo cuando los ciudadanos conservan la capacidad de conversar sin destruirse.

Nuestra época confunde la vehemencia con la verdad, la identidad con la convicción y el grito con el pensamiento. La moderación propone una ética de la escucha, una política de la mesura y una espiritualidad de la contención.

En definitiva, ser moderado hoy es creer que el mundo puede pensarse sin consignas, que la palabra puede ser un puente y no un arma. Practicar la moderación es, quizás, la última forma de heroísmo civil en un tiempo que ha hecho de la furia su única forma de verdad.

Por Mauricio Jaime Goio.