Johnny Nogales Viruez
Desde que se conocieron los resultados de la primera vuelta electoral, las declaraciones de Edmand Lara han causado revuelo. En muchos casos, sus palabras partieron de una intención correcta -defender la transparencia, exigir coherencia, garantizar la honestidad, reclamar resultados-, pero el tono y la forma con que lo hizo le restaron fuerza al fondo. En política, tan importante como tener razón es saber decirla.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Lara tiene una ventaja que no debe desperdiciar: su extracción popular le otorga una conexión directa con la gente, una sensibilidad que puede enriquecer al gobierno si se expresa con mesura y sentido institucional. Pero esa misma cercanía, si se confunde con protagonismo, puede convertirse en un riesgo para la estabilidad del poder.
Esa forma de confrontación ha sido entendida por algunos sectores como un riesgo de choque en el ejercicio del cargo e incluso como una amenaza potencial a la estabilidad del gobierno, al insinuarse la posibilidad de que una tensión mal manejada pudiera abrir la puerta a que sectores radicales intenten forzar una sucesión anticipada. Nada más dañino para el nuevo ciclo que comienza que alimentar sospechas o temores de rivalidad dentro del poder.
El país vive una transición delicada. La ciudadanía espera de sus nuevos gobernantes serenidad, madurez y sentido de equipo. Por eso, la voz del vicepresidente no puede sonar como la de un actor independiente, ni mucho menos como la de un poder paralelo. Forma parte de un proyecto común y su palabra será interpretada como reflejo de la unidad o la fractura del gobierno. En tiempos de crisis, la muestra de unidad empieza por casa.
El vicepresidente no es una figura decorativa. La Constitución le otorga atribuciones relevantes, como presidir la Asamblea Legislativa, articular el vínculo entre el Ejecutivo y el Parlamento, y servir de puente entre las regiones y el poder central. Su papel es estratégico y su influencia puede ser determinante si se ejerce con equilibrio y sentido institucional.
El desafío de Edmand Lara es comprender que su liderazgo se medirá no por la cantidad de titulares que genere, sino por la calidad del ejemplo que demuestre. No está para competir con el presidente, sino para complementar su gestión. No es la quinta rueda del carro, pero tampoco debe ser el copiloto que intenta tomar el volante.
Es un grave error que el vicepresidente se comunique con su presidente a través de las redes sociales. Y más aún que le reproche que debe coordinar con él sus decisiones. El poder no se ejerce por declaraciones públicas ni reacciones improvisadas. La relación entre ambos debe basarse en el diálogo directo y la responsabilidad compartida, no en mensajes que se presten a interpretaciones ambiguas.
Sobre el retorno de la DEA, por ejemplo, el criterio de Lara fue entendido como una divergencia respecto a la postura del futuro Primer Mandatario. No ha dicho que se opone, pero ha sugerido la necesidad de reformar el mecanismo policial de lucha contra el narcotráfico y ha aludido a la soberanía nacional, recordando que fuerzas externas no pueden capturar delincuentes en nuestro territorio. Sin embargo, él, que ha vivido en las fauces del monstruo y lo conoce, como diría José Martí, sabe que reformar la Policía será una tarea necesaria, pero ardua, difícil y larga.
Seguramente comprende también que el narcotráfico es una fuerza transnacional que ha penetrado, y hasta dominado, a ciertos países. Y todos, más que nadie, lo sabemos. De hecho, la tendencia de la legislación internacional es calificarlo como un delito de lesa humanidad y asimilarlo al terrorismo, como ocurre en el caso de Venezuela. Esa es la verdadera amenaza a la soberanía nacional.
Lara tiene ante sí la oportunidad inestimable de adquirir conocimiento y experiencia política en el ejercicio del poder. Podrá aprender cómo se gobierna un país, gestionar los conflictos, construir consensos y ganarse la confianza pública. Si su horizonte es, algún día, aspirar a la Presidencia, su mejor carta será demostrar ahora que sabe trabajar en equipo, que muestra disposición a escuchar y, ante todo, que tiene la madurez necesaria para esperar su momento.
El poder no se impone; se conquista con respeto y se conserva con prudencia. En tiempos donde la crispación se aplaude y la desmesura se confunde con liderazgo, el valor está en mantener la calma. Que la palabra del vicepresidente no sea eco de la confrontación, sino puente del entendimiento; que inspire confianza, no temor.
Porque la verdadera autoridad -esa que perdura más allá de los cargos- no nace del grito ni del gesto altisonante, sino del ejemplo y la coherencia. Que su voz sea, entonces, la que una y no la que divida.
