Por Johnny Nogales Viruez
Un episodio reciente ha reavivado un tema incómodo y persistente en la vida boliviana: el racismo. Mensajes antiguos atribuidos a Juan Pablo Velasco Dalence despertaron indignación pública y encendieron una hoguera de reacciones políticas. Pero más allá de la veracidad o la intención detrás de esas frases, lo esencial es esa herida colectiva que se vuelve a mostrar.
Si esas expresiones resultaran auténticas, no es admisible que hayan sido pronunciadas por alguien que aspira a la Vicepresidencia de la nación. Quien busca representar a todos los bolivianos no puede permitirse excluir ni degradar a una parte de ellos. Cuando menos, se debería escuchar una disculpa clara y sin ambigüedades. Y si fueran falsas, no sería menos grave que se utilicen como arma de guerra sucia, porque trivializar el racismo con fines electorales es otra forma de envilecer la vida pública.
Frases como “A los collas hay que matarlos a todos”, “Qué lindo es ver golear a estos collas de Bolívar. OP es una pasión” o “No todos los bolivianos son collas. Saludos desde Santa Cruz” no tienen justificación posible. Pero sería ingenuo creer que son un hecho aislado. Lo que debe preocupar no sólo es su veracidad, sino la certeza de que esas expresiones -con otras formas y disfraces- circulan con normalidad en la calle, en el fútbol, en el trato cotidiano y en las redes sociales.
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Y no sólo en el oriente. En el occidente, con la misma ligereza, se escuchan descalificativos como “cambas flojos”, “oligarcas”, “burgueses” y el despectivo trato de “separatistas” a quienes reclaman autonomía. Cambian las palabras, no las heridas.
Tampoco se trata de reducir el país a un enfrentamiento entre cambas y collas, como si fuéramos dos mitades irreconciliables. Bolivia es mucho más que esa dicotomía: pueblos indígenas de las tierras bajas, comunidades del altiplano y de los valles, chaqueños, chapacos, migrantes de dentro y fuera del país, forman mezclas múltiples que conviven y se entrelazan. Desconocer esa diversidad es, en sí mismo, otra forma de negación.
Las banderas que deberían ser orgullo de identidad se han transformado en pretextos de confrontación. La verde, blanco y verde, y la multicolor no son pendones de guerra de legiones enemigas, sino expresiones culturales de una misma nación que aún no se reconoce plenamente en su pluralidad. Y, sin embargo, son contados los collas que no tengan familiares o amigos en Santa Cruz, como también son muchos los cruceños de raíces extranjeras o collas -como el propio Juan Pablo Velasco, de ascendencia orureña-, prueba de que la identidad camba es, en realidad, un mestizaje vivo.
Rasgarse las vestiduras o fingir que el problema es unilateral es, en realidad, mentirse. Y como me enseñó un gran maestro: todo pecado es venial frente a mentirse a uno mismo.
Bolivia arrastra desde su nacimiento una fractura que ninguna Constitución ni discurso ha cerrado. Esa grieta se manifiesta en resentimientos y prejuicios que se reavivan con cada crisis política, con cada disputa de poder, con cada agravio social no resuelto y hasta con cada pugna deportiva. El problema de fondo no es una publicación en redes sociales, sino la persistente animadversión entre compatriotas, cultivada por años de soterrada hostilidad, manipulación, desigualdad y desconfianza.
En vez de discusiones bizantinas que pretenden tapar el sol con un dedo, debiéramos concentrarnos en lo esencial: comprender y resolver las causas de ese odio que alimenta la división. No basta con indignarse un día en las redes ni con exigir disculpas formales; el racismo se combate con educación que libere de prejuicios, con instituciones que garanticen igualdad real y con un compromiso ético que empiece en cada uno de nosotros.
Seguir negando el problema es mentirnos a nosotros mismos. Y ningún país puede construir futuro sobre el autoengaño. La valentía cívica consiste en mirar de frente esa herida y trabajar para cerrarla. No hay democracia posible mientras una parte del pueblo desprecie o desconfíe de la otra.
Si no aprendemos a convivir con respeto y a reconocernos en nuestra diversidad, seguiremos siendo prisioneros de prejuicios que nos condenan a la fragmentación y no hacen otra cosa que incitar al enfrentamiento. Y los rencores, ya lo sabemos, no edifican: destruyen.