Si la política se desconecta del país real, el país real le da una lección en las urnas.
La elección reciente en Bolivia dejó una lección que la clase política parecía haber olvidado: ningún proyecto que desprecie o desconozca una parte del país tiene derecho a gobernarlo. No se trata sólo de un dilema moral, sino de una verdad estructural que atraviesa toda sociedad fragmentada. Bolivia no es un país dividido en dos regiones o dos culturas, sino un entramado vivo donde coexisten pueblos con distintas memorias, identidades y modos de concebir el progreso. Desconocer esa pluralidad, o peor aún, pretender dominarla desde una visión que se asume superior, es un error que tarde o temprano se paga en las urnas.
La campaña de Tuto Quiroga fue el ejemplo más acabado de esa desconexión. Se construyó sobre un electorado parcial, el de la clase media y media acomodada urbana, fundamentalmente del oriente. Creyó que ese segmento, más articulado económicamente y con mayor exposición mediática, bastaría para definir una elección nacional.
Pero Bolivia no se decide sólo en cafés empresariales ni en avenidas de capitales pujantes; también se define en los mercados, en las ferias, en los sindicatos, en las comunidades donde el trauma del saqueo neoliberal, del abandono estatal y de la exclusión étnica no son pasado, sino presente. Los sectores populares y rurales, que han sufrido históricamente la exclusión, conservan una memoria viva de los ciclos de desigualdad y despojo. Para ellos, palabras como “neoliberalismo” o “FMI” evocan la pérdida, no por su complejidad económica, sino porque recuerdan que cada ajuste dictado desde afuera se traducía en hambre, despidos y desesperanza. Mientras unos hablaban de “estabilizar el país”, ellos eran los que veían desestabilizadas sus vidas; mientras las cifras mejoraban, sus mesas se vaciaban.
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Sentían, con razón, que las crisis se resolvían siempre desde arriba, pero se pagaban desde abajo. No es una lectura ideológica, sino una herida abierta en la memoria colectiva. Quien ignora esa sensibilidad desconoce el verdadero mapa del país y olvida que el voto boliviano se estructura sobre una triple composición: un país indígena y campesino que ronda el tercio de la población, un país popular y emergente que busca estabilidad antes que gloria empresarial, y un país de clases medias y altas urbanas. Apostar sólo a uno de esos tres mundos —y hablar únicamente en su idioma— es amputarse dos tercios del apoyo nacional.
Cuando la campaña de Quiroga comprendió la magnitud de ese error, ya era tarde. Intentaron cubrir la distancia con gestos: ponchos, polleras, símbolos indígenas en los cierres, abrazos escenificados con comunidades que nunca habían visitado. Pero la política, como la fe, no admite la impostura. La gente sabe distinguir entre quien la mira de frente y quien la utiliza para una foto. Los pueblos indígenas y las clases populares no son decorado, ni folclor electoral: son actores conscientes de su peso histórico, guardianes de una dignidad conquistada con siglos de resistencia. Pretender atraerlos sin comprenderlos sólo profundiza la distancia. Peor aún, esa impostura se vio agravada por declaraciones racistas o discriminatorias de figuras visibles de la propia campaña, que confirmaron lo que muchos ya intuían: que el respeto era una estrategia, no una convicción.
A eso se sumó una estética que rozó la ostentación. En un país donde millones de personas ajustan su día para pagar el micro o asegurar un almuerzo, los escenarios fastuosos, los espectáculos de luces y el derroche de recursos transmitieron una sensación de irrealidad. Fue la política del lujo en tiempos de escasez. Una coreografía diseñada para un país que no existe, para una Bolivia imaginaria en la que el ciudadano es un consumidor y no un trabajador precarizado. El exceso, lejos de fascinar, generó un contraste doloroso: mientras la élite se exhibía en pantallas, el pueblo seguía en colas para conseguir combustible. Esa brecha simbólica fue letal. También lo fue la brecha tecnológica y cultural: una dirigencia que cree que las redes sociales sustituyen al contacto humano terminó hablando sola, encerrada en su propio eco digital, desconectada de la tierra que dice representar.
El error más profundo, sin embargo, no fue estético ni comunicacional, sino cultural. La campaña de Quiroga ignoró la estructura doctrinaria que todavía moldea la mentalidad política del país: el sindicalismo, las redes comunitarias, la memoria colectiva de las privatizaciones y del saqueo de recursos. Hay un miedo aprendido, transmitido de padres a hijos, hacia las promesas de mercado sin mediación social, hacia la palabra “transnacional”, hacia cualquier discurso que huela a subordinación económica. Ese temor no es ignorancia: es memoria. Y la memoria, cuando no se la respeta, vota en contra. Como diría Pierre Bourdieu, las disposiciones colectivas —eso que él llama habitus— se inscriben en los cuerpos y en las decisiones, y nadie puede gobernar sin entender esa gramática profunda de lo social. La narrativa neoliberal, aunque modernizada con ropaje digital, sigue cargando el peso de un pasado que no se ha reconciliado. Bolivia no teme al progreso; teme a que el progreso vuelva a ser un privilegio.
Del otro lado, Rodrigo Paz comprendió —quizás instintivamente— que la empatía vale más que el espectáculo. Su campaña no se instaló en torres ni en salones de empresarios, sino en las calles, en los mercados, en los pueblos pequeños donde la política todavía se mide por el apretón de manos y no por el presupuesto de propaganda. Habló de reconciliación nacional, de no endeudar el país, de gobernar sin robar. No prometió milagros ni levantó enemigos; ofreció sensatez. Y en tiempos de crisis, la sensatez es revolucionaria. Su mensaje logró algo que parecía imposible: articular a votantes cansados del MAS con sectores que temían un retorno a la desprotección neoliberal. Fue una operación de centro, no ideológica, sino emocional. Y en un país donde las heridas identitarias siguen abiertas, eso marca la diferencia.
Mientras Paz tendía puentes, el equipo de Quiroga levantaba muros. Su discurso de superioridad moral, su tono de revancha, su constante apelación a la idea de “libertad” como bandera exclusiva de su bloque, terminaron generando el efecto contrario: ahogaron la palabra libertad en un mar de arrogancia. Hablaron de liberar al país, pero olvidaron que la libertad empieza por reconocer el derecho del otro a pensar distinto. Hablaron de ser los dueños de la razón, y no entendieron que en democracia la razón se reparte. Hablaron de reconciliación, pero no reconciliaron ni sus propias contradicciones.
El resultado final no fue sólo la derrota de una candidatura, sino la derrota de una forma de hacer política: la que ve al país desde arriba, la que cree que el voto se compra con shows o con miedo, la que confunde liderazgo con soberbia. Bolivia volvió a demostrar que no se la conquista desde un estrado, sino desde el respeto. Como escribió Norbert Elias, las sociedades sólo evolucionan cuando aprenden a contener su violencia interna. Bolivia, cansada de la pelea, ha empezado a contener la suya.
La victoria de Rodrigo Paz no fue sólo electoral. Fue simbólica. Representó el deseo de cerrar un ciclo de confrontación y abrir otro de reencuentro. La promesa de reconciliación nacional tocó una fibra que la mayoría silenciosa esperaba escuchar desde hace tiempo. Esa promesa es, en realidad, la única vía posible para reconstruir el país: porque mientras sigamos divididos entre “ellos” y “nosotros”, ninguna doctrina, ni de derecha ni de izquierda, podrá sostenernos. Bolivia necesita volver a confiar. No en los hombres, sino en sí misma. Necesita seguridad jurídica, reglas claras, instituciones firmes, pero sobre todo necesita paz. Porque sin reconciliación no hay gobernabilidad posible. Y si el gobierno le va bien, le irá bien a Bolivia; y si Bolivia se reencuentra, volverá a levantarse como siempre lo ha hecho, con esa fuerza misteriosa que nace de su resiliencia tan característica.