No sólo es economía, también criminalidad y corrupción


Por José Luis Bedregal V.

La elección presidencial de octubre, definirá no solo el rumbo económico del país, sino también la voluntad del próximo gobierno para enfrentar al narcotráfico y la corrupción, dos problemáticas estructurales que condicionan el presente y futuro de Bolivia. Ambos fenómenos, lejos de ser asuntos aislados, se articulan en un entramado complejo que erosiona la institucionalidad democrática, debilita el Estado de derecho y compromete la seguridad de la ciudadanía.



Si bien la economía ocupa la atención inmediata en el debate electoral, es fundamental comprender que las variables macroeconómicas difícilmente podrán estabilizarse en un entorno institucional corroído por el crimen organizado y la corrupción. El narcotráfico en Bolivia, ha dejado de ser un problema de carácter periférico para convertirse en un fenómeno estructural, con efectos directos sobre la seguridad interna, la política exterior y el funcionamiento del Estado. La producción, tránsito y exportación de drogas ilícitas, han configurado redes de poder paralelas que se entrelazan con sectores políticos, judiciales y policiales, generando al interior de un Estado formal, debilitado y en permanente crisis de legitimidad, uno ilegal, pero dinámico y capaz de imponer sus reglas en territorios estratégicos.

En este escenario, la corrupción aparece como el mecanismo indispensable que facilita la expansión del narcotráfico. La cooptación de determinados jueces, fiscales, policías y funcionarios públicos, constituye el engranaje que garantiza la impunidad. Este vínculo entre criminalidad y corrupción, no solo propicia la captura del Estado por intereses ilícitos, sino que también genera altos costos económicos y sociales, pérdida de recursos públicos, debilitamiento del sistema de justicia y, sobre todo, un deterioro progresivo de la confianza ciudadana en las instituciones democráticas.

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La incapacidad de controlar el narcotráfico, coloca a Bolivia en una posición vulnerable frente a la comunidad internacional, alimentando percepciones negativas que afectan la cooperación externa y las posibilidades de integración regional. Al mismo tiempo, la corrupción endémica desalienta la inversión extranjera, perpetúa la ineficiencia administrativa y convierte al aparato estatal en un obstáculo para el desarrollo.

Por estas razones, el próximo gobierno deberá diseñar y ejecutar una estrategia integral que aborde simultáneamente la economía, la seguridad y la institucionalidad. Ello implica, entre otros aspectos, reformar el sistema judicial, garantizando independencia, meritocracia y mecanismos efectivos de rendición de cuentas; depurar y profesionalizar las fuerzas del orden, evitando su subordinación a intereses ilícitos.

Por otro lado, urge implementar políticas reales de transparencia y control social, que permitan al ciudadano verificar la legalidad y eficiencia en el uso de los recursos públicos. Finalmente, en el ámbito internacional, se deberá desarrollar una estrategia diplomática clara, que posicione al país como un actor confiable en la lucha regional contra el narcotráfico.

De nada servirá estabilizar cifras macroeconómicas si la institucionalidad continúa capturada por intereses ilícitos. Bolivia requiere un Estado fuerte, transparente y legítimo, capaz de recuperar el monopolio de la fuerza y de garantizar seguridad jurídica y ciudadana. Solo así se podrá abrir una ruta hacia el desarrollo sostenible y la cohesión social.

En definitiva, el éxito o fracaso de la próxima gestión, no dependerá únicamente de su capacidad de administrar la economía, sino de su voluntad y capacidad para enfrentar al narcotráfico y la corrupción.