Por amor a Bolivia


 

Johnny Nogales Viruez



 

 

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He visto un sinnúmero de opiniones sobre el debate presidencial. Casi todas tratan de llevar agua a su molino:  magnifican los errores del contrincante y no ven los de su favorito. Lo cierto es que el encuentro entre los candidatos se desarrolló en un tono de respeto y, por momentos, con gestos de acercamiento que merecen ser destacados. Hubo expresiones que, si se sostienen con madurez en los días venideros, podrían abrir la puerta a futuros acuerdos.

Sería deseable que, en esta recta final antes de las elecciones, se morigeren los ataques personales y la descalificación fácil. Hay quienes temen que estos sean los días más duros de la campaña, cuando arrecien las maniobras para desacreditar al adversario. No faltarán quienes, movidos por el apasionamiento o el fanatismo, azucen los ataques y quieran ver destrozado al contendor político, sin advertir que, en ese afán, dañan a la nación entera. Ojalá prevalezca la sensatez. El país necesita serenidad, no más heridas.

Antes del debate expresé opiniones que hoy reafirmo: esperaba que no fuera un espectáculo más de confrontación, como aquel protagonizado por los candidatos a la vicepresidencia. Tampoco creía que debía ser una exposición detallada de los programas de gobierno. Han tenido meses para hacerlo en ambas etapas del proceso electoral, y los equipos económicos de cada candidatura ya mostraron con claridad que existen diferencias, pero también que hay coincidencias. Porque cuando la situación llega al grado crítico en que hoy se encuentra Bolivia, no hay mucho que inventar: lo urgente es tomar medidas oportunas, rescatar la confianza, restablecer la gobernabilidad y recuperar el rumbo.

Lo que sí esperaba, y creo que el debate lo insinuó en parte, es que los aspirantes a la Presidencia demostraran sus condiciones personales para conducir el país. Eso significa mostrar la talla humana y moral del liderazgo: rodearse de equipos competentes, presentar una visión del conjunto nacional y no de parcialidades –políticas, económicas, regionales, culturales o étnicas–, y, sobre todo, la disposición a formar alianzas. Sin ellas, resulta improbable que cualquiera logre gobernar en medio del deterioro económico, institucional y social que nos asfixia; más aún si es previsible la acción opositora feroz de quienes han sido desplazados y proscritos por el voto ciudadano.

La historia enseña que los grandes líderes se reconocen no por su capacidad de vencer, sino por su predisposición a unir. Domingo Faustino Sarmiento y Raúl Alfonsín, en la historia argentina, supieron convocar a sus adversarios para gobernar con amplitud y reconciliar a un país dividido. Incluso llevaron a sus contendientes a altas funciones de gobierno.

En 1985, los rivales políticos Víctor Paz Estenssoro y Hugo Banzer Suárez tuvieron la grandeza de sellar el Pacto por la Democracia, cuando el país se debatía entre la hiperinflación y el caos. Fue un acuerdo entre adversarios, no entre amigos; incluso uno había exiliado al otro. Pero gracias a esa madurez política, Bolivia recuperó estabilidad y futuro.

Dado el desastre mayúsculo que tendrá que enfrentar el futuro gobierno, ese mismo espíritu de unidad sería hoy el mejor de los milagros: que la concordia se convierta en realidad. Que, más allá del resultado del 19 de octubre, el ganador tenga la visión y la humildad de convocar a los demás, y que estos demuestren la grandeza de acudir sin mezquindades. Esa es, sin duda, la mejor vía posible para reconstruir el país.

Bolivia cuenta hoy con cuatro liderazgos democráticos de peso: Rodrigo Paz, Tuto Quiroga, Samuel Doria Medina y Manfred Reyes Villa. Cada uno representa una trayectoria, una experiencia, un aporte y una virtud distinta: la juventud y modernidad política; la visión de Estado y la experiencia internacional; la capacidad empresarial y técnica; la eficacia ejecutiva y el arraigo popular. Separados, son fuerzas con límites. Juntos, podrían ser el gran equipo que, convocando a los ciudadanos mejor calificados para formar el gobierno, devuelva confianza y esperanza a un país que necesita creer de nuevo.

No podemos permitirnos otro ciclo de revancha ni de exclusión. Es tiempo de entender que nadie, por sí solo, podrá sacar a Bolivia del abismo. Sólo una alianza sincera, fundada en la responsabilidad y el patriotismo, podrá abrir un nuevo ciclo de reconstrucción.

La verdadera victoria no será la de un candidato sobre otro, sino el concurso de todos sobre la desesperanza. La historia recordará no a quien haya ganado el debate, sino a quien tenga la grandeza de tender la mano para unir al país. Ese será, sin duda, el verdadero presidente que nuestra patria necesita.

Tíldenme de soñador, despistado o iluso, pero creo que muchos comparten este anhelo y que, si juntamos nuestras voces, seremos capaces de hacer que los líderes políticos escuchen y entiendan este clamor… por amor a Bolivia.