Ser libre


 

He venido defendiendo y propagando el liberalismo desde hace muchos años. Lo hago porque estoy convencido de que funciona (los principios liberales aplicados a la economía han sacado a millones de la pobreza y le han permitido a la humanidad progresar y florecer como nunca nadie lo podía haber imaginado), pero sobre todo porque está basado en un paradigma moral incuestionable. La libertad individual o el derecho de hacer lo que a cada uno de nosotros nos parezca, siempre y cuando no infrinjamos en el mismo derecho de los demás, es la piedra fundamental de la felicidad. Uno no puede ser feliz sin poder avanzar su propio proyecto de vida; uno no puede ser feliz si alguien más decide por nosotros como asignar nuestros propios recursos.



La idea es bastante simple, déjame vivir mi vida y yo te dejaré vivir la tuya, pero tiene profundos corolarios. El primero es que para poder ejercer mi libertad (vivir mi vida), la sociedad debe respetar estrictamente mi propiedad privada. Si mis cosas, lo que logro con mi esfuerzo no es realmente mío, pues entonces no tendré incentivos a crear riqueza o a producir las condiciones que me permitan cumplir mis metas y sueños. Ergo, no podré ser feliz. La libertad sin respeto a la propiedad privada es esclavitud. Pero ojo, no quiero decir que la libertad requiera de propiedad privada. La libertad no se fundamenta en cuantos bienes se posean, sino en el entendido social de que lo poco o mucho que posea o pueda poseer deberá ser respetado. Ese “entendido social” es lo que en economía llamamos instituciones. En países con instituciones que protejan la propiedad privada los individuos tienen incentivos a crearla.

El segundo es que el ejercicio de mi libertad implica respeto a la libertad del otro (dejar vivir). El liberalismo está basado, entonces, en un profundo sentido fraternal y humanitario de respeto a las decisiones ajenas. Esto es fundamental. Esta condición genera sociedades de confianza mutua en la que los individuos interactúan constantemente, generando escenarios de win-win o en las que ambas partes ganan: negocios, amistades, relaciones de pareja, etc. En suma, el liberalismo nos permite relacionarnos, nos humaniza.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

Déjame vivir mi vida y yo te dejaré vivir la tuya, define muy bien la idea de libertad. En esa misma vena, podríamos decir también que la libertad es la ausencia de coerción. A partir de esa idea, el liberalismo construye todo lo demás en el plano económico y social. Hace solo algunas semanas, sin embargo, me empecé a preguntar si esa definición de libertad bastaba en el plano individual. Me explico. Asumamos que la institucionalidad es tal que existe un estricto respeto por la propiedad privada, asumamos además que uno no infringe en la libertad de otros y respeta a rajatabla el proyecto de vida de los demás. ¿Basta eso para declararnos libres? En principio sí, pero es probable que internamente vivamos esclavizados y paralizados por cuestiones que impiden el desarrollo de nuestra potencialidad o de la mejor versión de nosotros mismos.

Un alcohólico o un drogadicto, por ejemplo, viven presos de sus vicios y son incapaces de florecer como seres humanos. Alguien que vive con miedo a decir lo que piensa y que, por lo tanto, no se respeta a sí mismo, tampoco es libre y no vive en plenitud. Alguien paralizado por el qué dirán o incapaz de tomar ningún riesgo, vive ahogado en su mediocridad. Alguien que no está dispuesto a dar la vida por sus ideales y se acuesta cada noche pensando que podría haber hecho más, vive preso de su cobardía.

Vivir en plena libertad implica, por lo tanto, poder verse al espejo y estar orgullosos de nuestro carácter, de nuestra valentía y de nuestro compromiso con nuestras ideas, cueste lo que cueste. Vivir en libertad es vivir como un torero, es estar dispuesto a dejarse la vida cada vez que salimos al ruedo.

No es fácil, la mayoría de nosotros renuncia a mucho de nuestra libertad y se hace preso del miedo, la mediocridad y la comodidad. Vencer nuestras debilidades y ser libres tiene un alto precio, pero si se lo logra tiene una inmensa recompensa: la felicidad, la verdadera y plena felicidad de amarnos a nosotros mismos.

Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia)