Por Misael Poper
El viernes en El Alto dejó una imagen difícil de olvidar: un grupo de choferes sindicalizados irrumpiendo para reventar la inauguración de una línea de transporte conducida por mujeres. Volaron insultos, estallaron vidrios y la policía tuvo que interponerse para evitar que aquello terminara peor. No eran “roces” propios del oficio, ni un arrebato de mal carácter: era la señal más reciente, y más cruda, de un patrón que Bolivia conoce de sobra. La violencia no fue azarosa; fue un método. Y la impunidad, su combustible.
Porque lo que vimos esa tarde no está aislado en el tiempo ni en el mapa. Se repite cuando un minibús se desvía de la ruta y responde con golpes a quien reclama; cuando el estudiante que paga su tarifa diferenciada es humillado por “atreverse” a exigir un derecho; cuando un chofer obliga a bajar a pasajeros a mitad de camino para ir a beber; cuando, ante cualquier control o fiscalización, aparecen los grupos de choque para “poner orden” a puro empujón y patada. Lo sabemos también cuando el paro se convierte en bloqueo y la ciudad se vuelve un tablero tomado: la libre transitabilidad se suspende de facto, los que quieren trabajar son “escarmentados” con chicotes, y el resto aprende a circular con miedo. Esa violencia deja moretones en la piel y cicatrices en la cabeza. Y casi nunca deja responsables.
¿Cómo se fabrica una impunidad tan a prueba de balas? Primero, capturando el espacio público como si fuera un feudo: rutas, paradas, horarios, todo bajo llave corporativa. Quien intenta innovar, más aún si son mujeres que traen la promesa de un servicio más seguro y con otra cultura de trato, recibe un recordatorio brutal de quién “manda” en la calle. Segundo, gozando de una tolerancia selectiva: arrestos que se desvanecen, procesos que se enfrían, sanciones que se anuncian y no se cumplen. El mensaje circula rápido: pegar sale barato. Tercero, sosteniendo monopolios de hecho que anestesian cualquier incentivo a mejorar: sin licitaciones serias ni competencia por calidad, el usuario permanece cautivo y el mal servicio no pierde mercado. Y cuarto, apoyándose en alianzas políticas de ocasión que blindan al gremio cuando la ley intenta asomarse.
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El resultado es un paisaje que todos reconocemos: unidades en mal estado que continúan circulando como si nada; choferes que tratan al pasajero como intruso y no como cliente; dirigentes que negocian precios, rutas y privilegios como si el transporte fuese un botín personal; paros que se anuncian como si fuesen ultimátums y se ejecutan como si la ciudad fuera territorio conquistado. El costo social es enorme: horas de trabajo perdidas, negocios asfixiados, hospitales y escuelas inaccesibles, familias atrapadas entre la necesidad de moverse y el temor a ser agredidas por “violar” una orden gremial. Y cuando se intenta cruzar ese cerco, aparecen los montoneros que transforman cualquier esquina en un cuadrilátero.
Por eso lo de El Alto duele más que un episodio violento: desnuda el machismo corporativo que les niega a las mujeres el derecho a trabajar en paz y, de paso, exhibe la certeza con la que actúa un poder que se sabe protegido. El mensaje hacia las conductoras fue brutalmente claro: “Aquí decidimos nosotros”. El mensaje hacia la ciudadanía, todavía más: “La ley rige hasta donde nuestra fuerza lo permite”.
Pero no todo está escrito en piedra. La impunidad se resquebraja cuando el Estado decide dejar de temblar y hace cumplir las normas con la misma firmeza para todos; cuando las rutas se abren a competencia transparente y la calidad del servicio pesa más que el músculo sindical; cuando las sanciones administrativas y penales se aplican de inmediato y se sostienen en el tiempo, con nombres y placas a la vista; cuando se protege a quien quiere trabajar y a quien quiere circular, incluso, y especialmente, en los días de paro; cuando la ciudadanía denuncia y encuentra una respuesta efectiva en horas, no en semanas. Y, sobre todo, cuando iniciativas con perspectiva de género, como la línea conducida por mujeres, no solo reciben respaldo simbólico, sino protección real para florecer sin miedo.
El transporte no es un privilegio de unos pocos; es un derecho cotidiano que abre la puerta a todos los demás: estudiar, trabajar, cuidar, vivir. Mientras el sindicalismo se comporte como dueño de la calle y el poder público le guiñe el ojo, seguiremos atrapados en un sistema que premia la prepotencia y castiga al usuario. Lo ocurrido en El Alto no es un accidente: es el espejo. Y si algo nos enseña ese reflejo es que la impunidad, igual que un motor mal afinado, hace ruido, contamina y tarde o temprano se detiene… cuando alguien, por fin, se atreve a cortar el contacto.