La nueva generación de narradores bolivianos, la de los últimos 15 años, llegó como una tromba para sumergirse en nuestros mundos subterráneos, los del hondo horizonte de lo oscuro (“dark” le dicen los jóvenes).
Fuente: Ideas Textuales
Un escalpelo acompaña su condición creativa y prueba su talante para mostrar lo que parecía insondable. El desafío y la provocación de sus obras no es un juego, es indagación y descubrimiento de las aristas más complejas del espíritu.
Es un camino escarpado y frecuentemente cubierto por la niebla de la desazón y la penumbra de la soledad. Es también el ejercicio de pensar y pensarse desde adentro y abrirse y abrirnos en canal.
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He escogido seis autores y seis obras, una de cada uno, novelas cortas o cuentos. Me importa que en la brevedad, como ocurre con tantas obras maestras de la literatura universal, se puede hallar una densidad abrumadora y una calidad que no requiere de la abundancia.
Estos elementos se podrán apreciar en el contexto de dos condiciones discrecionales: escritores nacidos de 1980 en adelante, autores de obras escritas en los tres lustros anteriores a la conmemoración del bicentenario.
Su característica dominante es un solo compromiso, el que tienen con ellos mismos. Su mirada del mundo no está necesariamente (aunque también) condicionada por el entorno social inmediato. En buenas cuentas no tiene el lastre de obligación alguna. Aún en los dos casos que recorren las calles atestadas y frías de las alturas, su andadura literaria avanza desde dentro.
Bolivia incorpora con ellos al mapa de la narrativa latinoamericana, no un exotismo, no un nombre suelto, sino una escritura irreverente y desprejuiciada que coincide con el desencanto ante un horizonte cargado de nubarrones.
Combino en mi arbitrariedad, la orientación rupturista de su talante creador con el momento histórico de un gran acontecimiento, el de la conquista de la democracia en 1982. No parece un hecho irrelevante. Algo de ese espíritu de libertad permea en estos jóvenes que alcanzaron su mayoría de edad en el paso de dos siglos, al filo de la gran crisis social de 2003. Todos ellos publicaron los libros que escogí entre 2009 y 2022, en pleno desarrollo de los gobiernos del MAS y la crisis de 2019.
Camila Urioste (1980), Rodrigo Hasbún (1981), Liliana Colanzi (1981), Sebastián Antezana (1982), Gabriel Mamani (1987) y Quya Reyna (1995), tres hombres y tres mujeres, representan, creo, esa ola de nueva narrativa boliviana que escogió un camino propio que los llevó a brillar en lo oscuro. La autoficción, el desparpajo y la dureza de sus miradas sin límites artificiales de lo que se debe o no decir, la inmersión en el barro de lo humano, marcan una actitud que les permite no pedir permiso para entrar y no tener que explicar ni justificar ningún porqué.
Este es un modelo para armar. Un rompecabezas conformado por seis voces: El lugar del cuerpo (2009) de Rodrigo Hasbún; Iluminación (2017) de Sebastián Antezana; Soundtrack (2017) de Camila Urioste; Seúl, Sao Paulo (2019) de Gabriel Mamani; La cueva, uno de los cuentos de Ustedes brillan en lo oscuro(2022) de Liliana Colanzi; y Los hijos de Goni (2022) de Quya Reyna. Todos son libros cortos. Tres novelas y tres libros de cuentos.
EL LUGAR DEL CUERPO (2009) DE RODRIGO HASBÚN
El lugar, ese lugar, el único posible, todo el lugar. Como dándonos un martillazo Hasbún rompe la belleza, el equilibrio nada más comenzar la obra.
“Se metió en su cama y le hizo cosas que ella no quería”[1]
Su protagonista cuenta y es contada, en primera y tercera persona, en cursivas que proponen la reflexión interior de un camino nihilista.
El autor recorre -en cuatro partes, en cuatro edades- la vida de Elena. Ningún espacio está nombrado, pero todos los lugares son evidentes. Nos deja una reflexión de lo que vendrá, cuando juzga “la aborrecible tendencia de los escritores del país pobre de hacer sociología por medio de la literatura”[2].
¿Qué es propio de una hija de migrantes que a su vez migra, que no es de ningún lado que no sea su piel y lo que ella contiene?
Elena es todo cuerpo. La vejación de ese cuerpo es un tatuaje que acompaña la narración no como dolor sino como constancia, como un hecho definitivo. “El sexo después de la muerte es lo más importante”[3] y, en efecto, el sexo no es en sus páginas una afirmación del amor, es la pura carnalidad, es la necesidad imperiosa del deseo que se canjea por la soledad.
Las cosas le ocurren a Elena en medio del desencanto, de una certeza, la de la muerte que vendrá como desapego inescapable. Uno y mil amantes y una sola obsesión, la escritura, el tejido de la permanencia, batalla contra el olvido que seremos. Esa es la paradoja de El lugar del cuerpo, la incesante pulsión por el testimonio de dejar páginas y páginas de pistas, de trazos, de un camino que después de un intenso trasiego, constata la finitud.
Hasbún relata con frío escalpelo y describe el cuerpo de su personaje que es inseparable de lo sensual, de lo que se puede tocar, sentir, necesitar, cuando sabe que todo es simplemente un tránsito. No es desesperanza, es constatación, no es mirada crítica, es mirada ácida. Es, sobre todo, claridad, concisión, economía de palabras que se usan sin vueltas ni imágenes ni metáforas ni cosas sugeridas. Lo descrito es lo hondo, porque lo que ocurre, lo cotidiano, la rutina, es la argamasa de su vida, aún en la literatura que es lo supuestamente trascendente. El desapego sólo se combate con la materia palpable de la existencia.
Hasbún cuenta con asfixiante certeza el descreimiento y el transcurrir absurdo del tiempo. Desde la travesura de los cigarrillos clandestinos de la primera adolescencia, hasta el desamparo que produce el tumor que hace metástasis.
¿Puede quien siempre migra sentir nostalgia? La única memoria posible es la del hecho crucial que abre la novela, la del cuerpo profanado para siempre. Poco importa el sitio, sólo importa la consecuencia que ni siquiera pretende la condena. Ella se preguntará tantas veces cuánto tiene que ver ese desgarramiento y después pedir tranquilamente un café cortado en el bar donde trabaja.
También la familia perderá toda la calidez del abrigo amoroso. El hermano en su silencio del final, el padre muerto, la madre perdida en un cerebro comido por el barro…
El cuerpo es la geografía, es la primera y última razón de ser, la brújula desquiciada que se detendrá marcando el norte en el momento de la muerte. El cuerpo, a martillazos, es la sexualidad desbordada contada como una parte imprescindible del vivir. Hasbún rompe con los supuestos padres y madres literarios, ruptura que no es otra cosa que la libertad que se saca de encima toda cadena con cualquier compromiso que no sea el de su propia e íntima voz.
ILUMINACIÓN (2017) DE SEBASTIÁN ANTEZANA
Antezana nos lleva sin rodeos con su obra de relatos cortos por los extraños meandros de nuestros ríos subterráneos, por la otra cara del espejo. ¿Es su título una ironía?
Es difícil no quedarse sin aliento ante esta obra notable. En cada página, escrita con un incuestionable dominio de la lengua, con un armazón coherente e impecable, nos enfrentamos a nuestros más fuertes demonios interiores, a la indescifrable naturaleza de lo humano, aquella que está siempre acechando debajo de la superficie, aquella que gobierna nuestras vidas.
Es en lo innombrable cuando sentimos la tibieza de la suciedad en las plantas de los pies y, angustiados, tenemos deseo y repulsión, mientras nos hundimos en un barro que desescama nuestra piel. Esa es la tarea de Antezana, develar los hechos, marcar el exceso de nuestros negros sueños y la prisión de nuestros sentidos. Nada hay de fuego fatuo en estas historias en las que las palabras no sobran ni faltan, tienen, por el contrario, una exactitud que duele.
El autor nos lleva por una interioridad perversa porque es en ella donde se prueba la materia de la que estamos hechos. Pensé al leer los tres primeros relatos que el libro sería una aguda mirada a la vejez, comprobé luego que iba más allá, y que era posible, después de haber leído grandes obras sobre nuestra condición, encontrar una reflexión que todavía estremezca, que sacuda, que desafíe y abra las puertas selladas de cada intimidad.
Proteo cazador
(El dios que cambia de forma)
El adolescente acerca el rostro a la cara del padre borracho y autoritario que duerme al sol de la tarde, siente miedo, repulsión, violencia contenida.
Viejos que miran porno
Los cuerpos marchitos de dos hombres en el final del camino descubren que el remedio para la soledad y el hastío está en una nueva y chocante rutina.
My very own página en blanco
El dolor de una vida quebrada por la pérdida del otro, se transforma en un oscuro sonambulismo.
Si contarlo está en tu poder
Es la alucinante realidad del vínculo entre lo humano-bestial y lo bestial-humano, a través de una ternura retorcida.
La mujer del jinete
La historia tantas veces contada de las múltiples ventanas del tiempo, de las vidas que se pierden en el laberinto de la memoria.
Ante la ley
El tabú que siempre nos rodea, nos señala una delgada línea entre el deber y el poder, aquello que no es otra cosa que un impulso básico e inescapable.
Animales de escritores norteamericanos
Una aproximación fantástica a los animales, capaz de pintar la indisoluble relación con lo humano, con ironía, con sutil y cáustico humor.
Antezana deslumbra con su prosa pero es implacable en su temática que llega hasta el disgusto, hasta que seguir la lectura parece una forma absurda de desnudarnos y acercarnos al espejo y comprobar la flacidez de la carne, las arrugas flagrantes, las imperfecciones y la asimetría de las extremidades, la provocadora oscuridad de los genitales y los humores del cuerpo. De pronto, allí, en esa confesión de abismos, la desesperada búsqueda de la felicidad, tan esquiva, tan fugaz.
El autor propone entender cómo buscamos escapar de la tormenta, cómo intentamos resolver nuestra relación con el otro, cuánto y cuán profunda es nuestra necesidad de amor, cuán fácilmente nos vemos atrapados en una relación que intoxica, cuán complejos son nuestros espíritus.
LA CUEVA, CUENTO DE USTEDES BRILLAN EN LO OSCURO (2022) DE LILIANA COLANZI
Es la pulsión de la vida en un relato tratado con arte de pintora por Liliana Colanzi. Vale todo el libro, no porque sus otros cuentos sean menores, sino porque los fragmentos que componen la narración bajo el nombre de La cueva, tienen un aire de El viaje a la semilla de Carpentier, un afán -logrado- de reconstruir el árbol de la vida en un solo lugar como centro y eje. Es la cueva mexicana de los murciélagos, la de los diminutos pies de sus hijos gemelos destinados a morir casi en su primer aliento, para vivir por milenios cuando su madre estampe con su propia sangre la silueta de esos piecitos en una de las paredes del lugar. A partir de ese instante comienza la carrera de la joven -de la humanidad entera- a través de la estepa nevada. Seres vivos que se conectan en historias aparentemente sin relación, pero con un hilo indisoluble. Colanzi logra que cada parte breve termine por pintar lo aparentemente imposible, un fresco de las incontables centurias de la vida en la tierra, en la que se mueven sin freno los instintos y las razones, la violencia, la guerra, el sexo, el amor, la soledad, la vida gregaria, la comunicación a través del lenguaje, “empezaron a ensayar un sistema de escritura […] para contar como los humanos eran descendientes directos de los árboles”[4]. La autora, hace de la descripción un arte con connotaciones poéticas y se acerca a la vida geológica retratada en las gotas de agua de estalactitas y estalagmitas, a la vegetal y a la animal, a través de la luz y la sombra que genera la evolución. Vivir es de lo que se trata, no hay sentido ni propósito, no hay razón ni otro destino manifiesto que no sea el de ser y estar, según quién y cómo. Cada parte es independiente y es imprescindible para entender el todo. Desde una visión agnóstica, la autora se pliega a la mirada de quien entiende el ciclo vital como el único posible, el de la naturaleza. Así se explica cómo la entienden los humanos, a partir de su lugar y su tiempo en el mundo. En la obra la poliédrica cueva es la cápsula totalizadora de la historia. Hasta que por fin llega el recuerdo imposible de lo que fue y ya no es.
Me atrevo a afirmar que La cueva es uno de los relatos cortos más relevantes de la literatura boliviana, por lo que abarca, por lo que sugiere, por lo trascendente de su tránsito, porque en apenas quince páginas lo narra todo, con crudeza, de modo directo. Pero, en el contexto de esa aparente frialdad, es tan maravilloso el mundo que recorre, que lo contado tiene el fuego que enamora e hipnotiza. Su brevedad es la prueba de cuánto se puede lograr cuando las palabras son usadas con maestría.
SOUNDTRACK (2017) DE CAMILA URIOSTE
Soundtrack se llama la obra singular de Camila Urioste hija de un poeta que le dio a su madre un ritmo de luna creciente.
“Quiero mover los hombros y acariciar mis senos y mi cuello, enredar las manos en mi pelo mientras bailo”[5] . Es un fragmento de la palabra ‘Streaptease’ de su ‘glosario de términos relacionados’ que explica esta escritura en la que, de la A la Z, Urioste engarza como las pequeñas perlas de un gran collar, cada una de las cosas relevantes del vivir. Entiendo que la literatura, aquella que entra y se queda, es el acto lento y consciente de mostrarse, de sacar prenda por prenda aquello que nos cubre. Entiendo entonces que no hay cosas importantes y cosas banales. Como la colcha y sus retazos, cada uno con su color y su olor son partes imprescindibles de la vida. Perder una chamarra, oler el cuerpo del ser amado, recorrer una calle, recordar…
Podría pensarse que un diccionario, una secuencia de letras del alfabeto, una sucesión de palabras, se convierten en reflexiones o descripciones deshilachadas, pero no, Soundtrack es una novela, no porque trate de subvertir o negar el género, sino porque es una historia, su historia, porque sigue una estela marina sobre el amor y el desamor, porque el perfil de la nariz y la sombra de los ojos importan. Importa cuando Sebastián llora desconsolado por la muerte de una ballena azul y ella, su madre, llora con él; importa cuando odia una expresión, o recuerda una noche de juegos en Los Pinos, o el ‘Socavón’ donde escucha a la banda Lou kass. El tiempo que no tiene comienzo pero siempre se acaba, revive de modo circular todo lo que vale la pena contar.
En Soundtrack no hay concesiones, esta una mujer entera, franca consigo misma. Su cuerpo es el eje desde el que parte y al que llega, las sensaciones tienen siempre que ver con lo corporal, pero mucho más lejos de los huesos y la piel y la respiración. “Los hombres entran en los cuerpos como entran en las casas, sólo entran, sin preguntarse quién estuvo antes, ni quién dejo qué ahí adentro”[6], sentencia.
La vida es un ovillo, si encuentras la punta puedes comenzar a desmadejarla. “Yo estoy en otro tiempo, para mí la resistencia es esto, comer juntos; cocinar rompiendo huevos y cortando tomates; estar sola aunque llueva…”[7] . Los recuerdos son parte de la piel, parte de las manos, parte de los dedos que tocan, son pedazos reinventados de lo que fue.
Camila Urioste no le teme al estilete ni a la hiel, no se detiene ante nada que pueda dar una imagen “incorrecta” y ese es su punto y su ritmo. No en vano el título del libro. Es como si se pudiera vivir con audífonos y escuchar a Nina Simone por siempre y Spinetta y Janis Joplin y Pink Floyd, y vincular un fragmento de lo que fuiste con un son, con una parte de aquella música que ayudó a hacerte lo que eres. Una y otra vez acompaña el texto con la música. Hay que probar de leerlo con cada una de esas canciones escogidas con ternura, que son, como debe ser, ‘toda’ la música.
Además de ponerse ‘china’ con un poco de maría, o sentir el color violáceo del vino en las venas y saber que algo se ha acabado para siempre, traduce la sensación de estar en una mudanza perpetua. El viaje antes de casarse, la pasión, el desencanto, el fardo enorme de una pareja imposible. Por contra, rondando siempre, página sí página no, el verdadero amor que comparte la luz, las agujas arcillosas de Llojeta, las sombras nocturnas de un auto, la sensación picante de una barba sobre el pecho…
En Soundtrack están también la infancia, los abuelos, la huerta y el Santico de roncos silencios aymaras. Está siempre la muerte que es una voz permanente. Marcelo, su padre, que al morir ha quebrado su infancia. “El día en que muere mi papá en un hospital de Estados Unidos, mi mamá encuentra un papel doblado bajo su almohada… lo guardo en mi bolsillo. He tenido ese papel guardado en mi bolsillo desde hace veinte años”[8] , escribe. “Tu nombre está incendiándome la piel/ con huellas de febril evocación:/ tu nombre es el cemento de mi ser”, escribió a su vez en 1987 su padre enamorado.
Soundtrack me pareció al principio un laberinto. No lo fue. Es, como Rayuela, un camino mágico para encontrar en cualquier orden y a partir de cualquier letra, a un ser humano, para encontrarse uno mismo en el dédalo de la memoria, que mientras uno vive parece infinita, aunque el tiempo la arrugue y desarrugue caprichoso. Camila Urioste me ha llevado, como con un báculo, por esos pliegues íntimos y personales, flexibles y universales.
SEÚL, SAO PAULO (2019) DE GABRIEL MAMANI
Esta novela es una sola pregunta.
“Vivimos frente a un río contaminado […] cuando yo era un esperma y papá acababa de salir del colegio aquel río jugaba a ser cristalino. En su naturaleza estaba ser marrón, pero algo en sus aguas le impedía entregarse a la suciedad. Un día, contó el yatiri, el río abandonó esa indecisión, aquel mestizaje, y se hizo bronce, tan bronce como el rostro de mi padre” [9].
Dos personajes, Tayson y su primo, tejen en El Alto dos historias de primera juventud, las del descubrimiento que es siempre un desgarro, un dislocamiento. El sabor extraño del conflicto interior es a la vez la saga de dos vidas en plena ebullición. Dos ciudades dan sentido al título de la obra. La primera es Seúl, la cuna del K-pop y lugar de origen de los fabricantes de textiles coreanos que dicen “bolivianos nao” en las tiendas marginales de Sao Paulo. La segunda es la megalópolis paulista, lugar de nacimiento de Tayson, hijo de migrantes alteños. Brasileño por nacimiento y “blancón” por un inexplicable azar que dura sólo hasta su adolescencia, llega a El Alto por primera vez a los 16 años.
A partir de la imborrable experiencia del servicio premilitar, la historia de ambos es una radiografía de la fría ciudad de las alturas, su cotidianeidad y la complicada y traumática definición de su ser urbano.
Por sus páginas se mueven los dos jóvenes que navegan confusos en la incertidumbre sobre el presente y el futuro, casi siempre marcados por el ejemplo de sus padres. Productores informales o comerciantes, un sino que Mamani Magne da por hecho que es parte de su ser individual y colectivo. ¿A qué se piensan dedicar? es la pregunta que se hacen día a día. Es un presente permanente. El celular, el Facebook, los juegos en los cafés internet, la venta callejera, los amarres circunstanciales, la llamada del sexo, el alcohol y la mota. El autor explica así una de las recurrencias obsesivas de la narrativa boliviana de siempre: “El tío Waldo y Tayson fueron a pasear a la feria de bolivianos. Se alimentaron bien. Se emborracharon. (Era la primera vez que mi primo bebía: desde entonces asocia la cerveza a la bolivianidad, la bolivianidad a su padre, su padre al trago: un círculo sin fin)”[10].
El sexo es crudo y se piensa y practica sin anestesia desde la estricta mirada masculina. Quién se coje a quién, quién distribuye “mejor” pornografía a través del celular, quién puede acostarse más rápido con aquella chica de tetas grandes, quién, si no puede, va a un burdel cualquiera del distrito 12 alteño… pero también el amor y la ternura: “lo único que quiero en estos segundos es hablar con ella, escuchar su voz”[11].
El nudo de la historia es la evidencia del eterno migrante, del no soy de aquí ni soy de allá. Es la desazón, el espejo que disgusta, el desarraigo interior y exterior. No es Tayson o su familia que llega de Brasil, o el tío Casimiro contrabandista, o el tío Yoján que nunca pudo llegar a Inglaterra; son todos. El héroe, que narra en primera persona, desea irse cuando ve al ya paquidérmico Tayson bailar como si tuviera alas, ensayando pasos para participar en un concurso de danza: “Que me lleve, pienso, que me deje colgar de uno de sus zapatos y me traslade hasta su amada Corea”[12]. El autor entiende dos cosas, que ni bolivianos ni coreanos pueden ocultar que son forasteros y que, de algún modo, los alteños están más cerca de los coreanos que de los gringos o los europeos y sus modelos físicos y culturales. Entiende, en suma, que algo esencial no funciona.
El primer referente, el de la página inicial de Seúl, Sao Paulo, es un pequeño monolito tiwanacota en la sala de la casa “siempre estuvo ahí. Llegó antes de que la abuela naciera” [13]. La abuela aymara que apenas habla castellano, es rama de ese tronco, del alma de piedra del ídolo andino. De lo que se trata es de la construcción identitaria. Sobrevuela en ese entuerto Dino, un esmirriado y cínico amigo de los primos, estudiante de sociología adscrito al indianismo aymara y al repudio a la idea del ser boliviano. El contraste -lo “patriótico”- lo da el brutal oficial de los pre-militares que no en vano se apellida Sucre; abusivo, violento, lúbrico con las chicas que hacen también el servicio militar y portador de los lugares comunes de la bolivianidad. Ambos personajes son intencionalmente caricaturescos, probablemente porque Mamani intuye la difícil salida de tan tortuoso camino y lo desafía en cada una de sus páginas.
La condena de los protagonistas de esta obra es la sensación inocultable de no encajar en el mecanismo del que son parte, de ser ajenos en el espacio aparentemente más propio.
El autor nos da al terminar la novela, la respuesta a la pregunta que su texto ha desarrollado con claridad, que no es otra que una mirada desconsolada de nosotros mismos, de una parte de un nosotros que no hemos podido ni querido conjugar adecuadamente:
“Ya sé de qué somos el intento fallido, respondió [Dino]. Argentina es un intento fallido de Europa. Brasil es un intento fallido de Estados Unidos… Bolivia es un intento fallido de no ser Bolivia. ¿Entiendes […]?”[14]
LOS HIJOS DE GONI (2022) DE QUYA REYNA
Es otro código, otro ritmo, otra construcción, no es propiamente ficción, quizás crónica. Los hijos de Goni es más un cuaderno de bitácora que un libro de cuentos. Reyna nos ofrece en tono de narración casi estrictamente autobiográfica, la mirada del otro, desde el mundo del otro. En este caso los papeles históricos se invierten. Es su fuerza la que me impulsa a incluirla en esta selección.
A diferencia de las demás obras que he escogido, Quya Reyna sí hace juicios de valor y saca conclusiones con moraleja. En la misma línea de Mamani Magne, pero con la idea de buscar diferenciar lo bueno de lo malo, describe El Alto como un cosmos con referencias propias en contraste con la sociedad en la que está enclavada. El monolito de Seúl, Sao Paulo es aquí un referente invisible: es la siempre presente afirmación del ser aymara como eje que lo explica todo.
Los hijos de Goni
En este relato se resume la descarnada filosofía de Reyna, “¿Qué significaba ser hijo de Goni? Para mi papá era la máxima representación de lo q’ara en el país, uno que se cree “blanco”, un racista que venía a imponernos sus normas morales y religiosas, que odiaba a los pobres”[15]. La narración es una mezcla compleja entre la descripción desoladora de la pobreza extrema y la apología de una forma de vida apegada a principios de austeridad que permiten la supervivencia. Es la evidencia de realidades paralelas que no se tocan. En sus páginas es constante la necesidad de desvincularse para siempre del otro, el no aymara, el q’ara o “blancón”.
El huicho
La emulación es el motor que da sentido a la estructura del trabajo de los alteños. El tío de la autora es más próspero, más hábil en entender los secretos del buen comerciante, más exitoso que su padre. La conclusión es. “Yo creo que un hombre de El Alto no es nada si no es más que su vecino”.
Sus páginas tienen el tono de la espontaneidad, algo de ingenuo y mucho de aprendizaje en un escenario duro, terroso en el que casi todas las descripciones son una toma de posición.
Un fiambre
Este cuento es el revés del apthapi. Es, de alguna manera, un canto al rito del compartir, pero es también el ansia de resolver el hambre y la necesidad. Cada uno aporta lo que tiene, cada quien se lleva lo que puede. Una remembranza descarnada sobre el ayni y la reciprocidad.
La ratera
El elogio de los valores de su familia, el contraste de roles entre padre y madre, la sacralización de principios, se desarrolla en tono de mini thriller a partir de los pequeños y cada vez más sistemáticos robos de la muchacha que pasa progresivamente del sentimiento de culpa y la autoflagelación al cinismo puro y duro.
Perro gris
La historia más turbadora y brutal es Perro gris. La compasión por un animal abandonado, se convierte en un camino oscuro e inexplicable en el dormitorio de la protagonista. La realidad de la agonía, la muerte y más allá. Reyna no ahorra palabras para describir el horror de la descomposición, de lo escatológico, del proceso insoportable del tiempo que lo destruye todo, la hinchazón del animal, la gran fragilidad de la vida y su fin como metáfora. Se mezcla allí, de extraño modo, el deseo de salvar la dignidad de un ser vivo, con la imposibilidad de lograrlo: “Si el mundo se tratara de negarle sufrimientos a alguien, hubiera tirado a la basura a ese perro desde un principio”[16].
La culpa es de la colonia
Picardía y un cierto toque de humor negro, sazonan La culpa es de la colonia, en la que el choque de lenguas (aymara y español) da pie a una constatación no buscada sobre el mestizaje alteño a través del negocio de venta de películas y música popular. La madre confunde la I con la E, error de pronunciación que trae consecuencias cuando compra por error dvd de música popular española en vez de mexicana.
La “ciudad”
En La “ciudad” persiste la mirada de aquello que le es ajeno. El Alto solo desaparece en la parte de la hoyada en que irrumpen los rascacielos y el Prado y Sopocachi. Los espacios de los blancos son ajenos a las manos negras de la niña, no teñidas por el barniz de carpintería, cuando ayuda a su padre a terminar los muebles en una casa de la Zona Sur, fulminada por la mirada de la hija de los dueños. Asustada escoge una coartada, pero luego escribe “Era mentira, mis manos no tenían barniz”[17].
Es un libro aleccionador sobre una visión, desde un lugar, un centro distinto e imprescindible de un todo hoy fragmentado.
Quedan varias preguntas. ¿Es la voz de las víctimas de la conquista?, ¿la de la reivindicación?, ¿el reclamo de la propiedad de un tiempo y un espacio arrebatados?, ¿la exudación de un trauma y un complejo que lo condicionan todo?
CODA
En estos relatos excepcionales importa la coherencia, la fuerza, el arte de contar, la capacidad de transmitir verdades en la supuesta o verdadera ficción de cada historia, que mezcla lo vivido con lo soñado, frecuentemente cuando el sueño es en realidad pesadilla.
Salvo en Mamani y Reyna, condicionados por un momento y un lugar que nació igual que ellos en la década de los años 80, con el nombre exacto y perfecto de El Alto, cada obra recorre una ruta propia y distinta.
¿Qué las emparenta?, la crudeza de lo contado y la certeza de que no hay límite, ni barrera, ni temor a escarbar en lo oscuro, para brillar en ese negro profundo que tantas veces es la vida.
¿Qué los diferencia?, su origen y lugar de nacimiento, su formación, su diversa posibilidad de descubrir los pliegues del espíritu.
Cuatro de los seis autores son hijos de una clase media de las tres ciudades del eje. Su mirada es la de mundos interiores, reflexiones en torno a aquellas cuestiones que revuelven el ser. Los otros dos son indígenas de base popular. Su raíz cultural es distinta y sus obras lo traducen, escriben sobre ellos en la sociedad, abarcan lo colectivo a partir de sí mismos, pero aun así vinculados con la introspección. No es lo mismo la vida de los migrantes en Hasbún que en Mamani, ni es lo mismo el personaje aymara de Urioste que los aymaras de Reyna. Si para unos la identidad es lo íntimo, para los otros tiene que ver con sus desencuentros con quienes son distintos. Los unos buscan encontrarse, los otros buscan encontrar.
Es el mundo que nos toca vivir, preñado de incertidumbres y de miedos, en tránsito de la utopía a la distopía. Pero como lo prueban los escritores que escojo, es no sólo posible sino imprescindible la constatación de la vida como una espiral en la que todo cabe. En medio del pantano, nuestros héroes literarios son capaces de transmitir la intensidad mayor, que es la del riesgo de decir lo que el alma les pide a gritos: aquí estoy tal y como siento que soy.
La Paz, 13 de noviembre de 2025
Por Carlos D. Mesa Gisbert, historiador, periodista y ex presidente de Bolivia. El texto es su discurso de ingreso a la Academia Boliviana de la Lengua.
Citas del texto:
[1] El lugar del cuerpo, La Paz 2009, editorial Alfaguara, p. 9
[2] Ibid. p. 79
[4] Ibid. p. 20.
[5] Soundtrack, La Paz 2017, editorial 3600, p. 149
[6] Ibid. p. …
[7] Ibid. p. 136
[8] Ibid. p…
[9] Seúl, Sao Paulo, La Paz 2019, editorial 3600, p.32
[10] Ibid. p. 20
[11] Ibid. p. 130
[12] Ibid. p. 107
[13] Ibid. p. 9
[14] Ibid. p. 144
[15] Los hijos de Goni, editorial Sobras Selectas, 2° ed., p. 13.
[16] Ibid. p.77
[17] Ibid. p. 94
Fuente: Ideas Textuales






