Las decisiones iniciales del nuevo gobierno y la fuerza simbólica de reinstalar los símbolos patrios de la República de Bolivia, constituyen un desafío directo a la forma en que se ejerció el poder durante los últimos 20 años.
Durante dos décadas se impuso una política que necesitaba dividir para sobrevivir. Se instauró la idea de que Bolivia era un país de bandos irreconciliables y que la identidad nacional debía subordinarse a colores partidarios. Recuperar la tricolor como símbolo unificador rompe de frente esa narrativa: el rojo, amarillo y verde nos une y despierta emociones patrióticas.
Volver a la bandera que nos pertenece a todos es un acto político contundente. Significa desmontar el discurso que mantuvo a los bolivianos enfrentados mientras unos pocos corruptos administraban el poder sin límites. Es, literalmente, liberarse de una lógica que se alimentaba del odio y la confrontación.
El retorno a Palacio Quemado tuvo una significación extraordinaria. La llamada Casa Grande del Pueblo fue un engaño: no reportó beneficio alguno para la población y terminó siendo simplemente el palacio del pederasta, y después el bulín de Arce. Se gastaron más de 50 millones de dólares en su construcción; simboliza el monumento al despilfarro y a la soberbia que caracterizaron al régimen derrotado. El mensaje es claro: volcar página y poner un alto a los excesos del pasado. Es una decisión plausible, y me atrevo a sugerir que ese enorme edificio sea útil para la gente y no para la burocracia: conviértanlo en un hospital para tratar enfermedades graves que afectan a la niñez.
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El masismo construyó un modelo económico donde el Estado no solo competía con el sector privado, sino que además lo vigilaba, lo vetaba y lo castigaba. Esa visión se derrumbó. El nuevo gobierno, antes y después de asumir el poder, planteó una línea de diálogo directo con los sectores empresariales privados. Comenzó así el desmontaje de una política que asfixió la producción, bloqueó la inversión y desalentó a los emprendedores.
La señal es clara: el Estado deja de ser enemigo de quienes producen.
Se eliminan vetos absurdos, se restablece el diálogo y se asume lo elemental: un país no progresa cuando el aparato público se dedica a destruir a quienes generan empleo. Confrontar abiertamente ese esquema no solo es valiente, es indispensable para reconstruir una economía destrozada por la ideología y la corrupción.
La designación de un gabinete ministerial con solvencia técnica y política es un golpe directo a la cultura del amiguismo, la obediencia partidaria y la insaciable corrupción. Nombrar profesionales probos en el Banco Central de Bolivia es cortar de raíz el uso de la institución como caja chica del gobierno. Algo similar ocurre en YPFB y la ANH, donde la designación de nuevas autoridades significa abrir las ventanas después de años de oscuridad, corrupción y desabastecimiento. Las opiniones de expertos en ambos temas han sido coincidentes: el presidente eligió a los mejores.
En las Fuerzas Armadas, la designación del Alto Mando Militar, incorpora un mensaje irrefutable: basta de servilismo al poder político. Recuperar la institucionalidad militar es un golpe a quienes las utilizaron para fines partidarios, distorsionando y humillando su misión constitucional.
Por último, y cerrando la primera semana de gobierno, los tres poderes del Estado reunidos en Sucre expresaron voluntad institucional y política de cerrar la cloaca y reformar la justicia. Recojo palabras sentidas del presidente: “…sin justicia no hay destino…”.
Hay buenas señales. Es un nuevo tiempo. Recuperamos esperanza.
Jaime Navarro Tardío
Político y ex Diputado Nacional.
