A treinta años del asesinato de Isaac Rabin, Israel sigue marcado por la fractura social y el auge de la ultraderecha. El sueño de la paz, encarnado en los Acuerdos de Oslo, se desvaneció entre el miedo y la polarización. El legado de Rabin interpela al presente: la convivencia solo es posible cuando se supera la lógica del enemigo y se recupera la memoria de lo que fue posible.
Fuente: https://ideastextuales.com
La invasión de Israel a Palestina ha vuelto a desatar las pasiones más viscerales, abriendo heridas que en más de 2.000 años nunca han cerrado. En las calles, en las redes, en las sobremesas, el conflicto se siente como algo personal: divide, enardece, exige fidelidades absolutas. No hay matices, ni zonas grises, ni espacio para la empatía. Cada bando se aferra a su versión de la historia como a una verdad sagrada. Los defensores de Israel niegan o minimizan los excesos de su ejército, acusando de antisemitismo a quien se atreva a cuestionarlos. Los partidarios de Palestina justifican —o silencian— la brutalidad de los ataques de Hamas contra civiles israelíes en octubre de 2023. Nadie parece dispuesto a mirar hacia adentro, a reconocer su propia sombra.
En ese clima, la paz suena como una palabra ingenua, un espejismo moral que se desvanece con cada bombardeo. Sin embargo, hubo un tiempo en que pareció posible. En los años noventa, un primer ministro israelí, un militar de carrera que conocía el peso de la muerte y la lógica de las trincheras, decidió caminar por la senda de la reconciliación. Isaac Rabin comenzaba a negociar con Yasser Arafatuna paz definitiva entre israelíes y palestinos, convencido de que sólo el reconocimiento mutuo podía romper el ciclo interminable de odio.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Hace treinta años, lo que pudo significar un giro en la historia, concluyó con el primer ministro asesinado en una plaza de Tel Aviv, iluminada por banderas y avivados por las voces de aquellos que aún creían en la paz. El asesinato de Rabin simbolizó la fractura de una sociedad que dejó de imaginar al otro como parte de sí misma, y comenzó a aferrarse al miedo y la exclusión.
La autoridad de Rabin provenía de su experiencia militar que le confería el conocimiento del drama que significa un conflicto, lo que le llevó a apostar por la paz. Los Acuerdos de Oslo, firmados junto a Yasser Arafat bajo la mediación de Bill Clinton, representaron una apuesta racional y humana: reconocer que Israel y Palestina estaban condenados a convivir. Más que un pacto diplomático, fue un gesto de civilización que desató intensos rechazos.
El asesinato más que la obra de un individuo aislado fue el síntoma de una sociedad dividida entre quienes creían en la coexistencia y quienes consideraban la tierra como promesa sagrada e innegociable. La paz, en este contexto, no muere por falta de tratados, sino cuando la comunidad deja de imaginar al otro como parte de sí.
Tras la muerte de Rabin, el nacionalismo israelí, alimentado por la memoria de la persecución, evolucionó hacia una ideología defensiva. La seguridad se convirtió en dogma y la expansión de los asentamientos, la militarización y la demonización del adversario pasaron a ser parte del paisaje cotidiano. Gobiernos de derecha, especialmente bajo Benjamín Netanyahu, consolidaron una política basada en la amenaza y el castigo, relegando la paz a un ideal nostálgico.
La historia política de Israel se puede leer como una parábola cultural. Los Acuerdos de Oslo representaron una suspensión momentánea de la violencia estructural, y su fracaso supuso la derrota simbólica de la ética del diálogo frente a la retórica del miedo. El siglo XXI no ha hecho más que confirmar esta deriva. Se ha consolidado un modelo de poder que administra el conflicto como modo de existencia.
El asesinato de Rabin fue un acto político en su forma más pura, cometido en nombre de una idea. El nacionalismo religioso se reveló como una fe que sacrifica al otro, y la ideología de pertenencia absoluta convirtió al adversario en enemigo existencial. Treinta años después, el mundo parece haber aprendido poco: el auge global de las extremas derechas reproduce la lógica que llevó al crimen de Rabin.
Recordamos el legado de Rabin porque interpela al presente. Recuerda que la paz no es consecuencia de la victoria en un conflicto, sino su negación. Que la fortaleza moral de un Estado se mide por su capacidad de coexistir, no por su poder de fuego. La política moderna, atrapada entre polarización y populismo, parece haber olvidado estas lecciones.
Las sociedades traumatizadas tienden a construir su identidad sobre la herida. Israel no es el único caso. Ya lo hicieron Estados Unidos tras el 11-S, Rusia tras el colapso soviético, Europa tras la crisis de los refugiados. El miedo al otro ha reemplazado la imaginación política, y el auge de las extremas derechas es la expresión global de esa lógica.
El asesinato de Rabin marcó el fin de un Israel laico, democrático y plural. Y el nacimiento de otro, más religioso y temeroso. Sin embargo, la paz que murió aquella noche sigue latente, como una semilla bajo la tierra dura de la historia. Quizá algún día, cuando el país vuelva a mirarse sin odio, se recupere la memoria de lo que fue posible y se retome la única pelea que vale la pena dar: por la paz.
Por Mauricio Jaime Goio.
