El mérito debe ser el nuevo sentido común


Durante años nos han repetido que el éxito es sospechoso, que el progreso individual es fruto de privilegios ocultos y que la movilidad social es un espejismo diseñado para justificar desigualdades. Ese relato, que alguna vez sedujo a quienes buscaban culpables externos, hoy empieza a desmoronarse. Está emergiendo un nuevo sentido común: la idea de que el mérito —y no la cercanía al poder— debe convertirse en la brújula de una sociedad que quiere avanzar.

En Bolivia, hablar de mérito ha sido casi un acto subversivo. Nuestro país ha vivido atrapado entre un igualitarismo malentendido y un paternalismo estatal que promete seguridad a cambio de docilidad. En ese régimen, no importa cuánto estudies, trabajes o emprendas: siempre habrá alguien que te explique que tu esfuerzo “no cuenta”, que tu progreso “perjudica” o que tu éxito es “imposible sin privilegios”. Pero la evidencia cotidiana contradice ese discurso. Miles de bolivianos saben que su vida mejora cuando ellos mejoran, no cuando el Estado promete.



El mérito no es elitismo; es exactamente lo contrario. Es la única fuerza verdaderamente democratizadora que tiene una sociedad. En cualquier sistema sano, el mérito premia la capacidad, la creatividad y el esfuerzo, sin preguntar de qué barrio venís, qué apellido llevas, de qué raza sos o qué partido gobierna. Es el mecanismo más eficaz para distribuir oportunidades, porque abre puertas que la política tiende a cerrar. La verdadera desigualdad no nace del mercado, sino del “capitalismo de amigos” que controla el acceso a las decisiones públicas, otorga privilegios discrecionales y sofoca la competencia.

Por eso el mérito se vuelve incómodo para quienes se benefician del sistema actual. Les quita el monopolio de decidir quién prospera y quién no. Les exige competir, rendir cuentas, demostrar resultados. Por supuesto que lo atacan: saben que una sociedad que premia el mérito es una sociedad donde la influencia, la militancia y la impunidad pierden valor.

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Mientras tanto, las nuevas generaciones están trazando su propio camino. Son jóvenes que ya no esperan del Estado lo que el Estado no puede darles. Quieren independencia, no tutela. Quieren un sistema que premie el talento y el esfuerzo, no el carnet partidario ni la obediencia. Son emprendedores, tecnólogos, creadores, profesionales que entienden que el progreso depende más de sus habilidades que de la política.

Bolivia necesita, más que discursos, un giro cultural profundo. Sin reglas claras, sin instituciones que valoren el esfuerzo, sin meritocracia en el servicio público y sin competencia real en la economía, no habrá movilidad social posible. La meritocracia no es un lujo académico; es la base misma del desarrollo. No existen países estables o prósperos que no hayan construido mecanismos para premiar a quienes aportan valor y corregir a quienes no cumplen.

Reconocer el mérito como nuevo sentido común nunca será despreciar a quienes enfrentan dificultades. Implica rechazar la idea de que la única manera de ayudar a los que menos tienen es frenando a los que logran avanzar. El éxito de unos no empobrece a otros: es prueba de que el sistema funciona. Una sociedad que celebra la superación personal está más cerca de romper la condena histórica de que “nacer pobre es morir pobre”.

Quizás sea hora de abandonar el relato de la victimización y recuperar el del esfuerzo. De dejar de ver el mérito como amenaza y entenderlo como lo que siempre fue: el motor silencioso de todas las sociedades que progresaron. Nuestro país no necesita más discursos contra el éxito; necesita más personas capaces, competentes y libres de construir el suyo.

 

Sebastian Crespo Postigo, Mgs. Dirección de proyectos, economista y exdirector del Comité pro Santa Cruz.