Entre Halloween y el Día de los Difuntos se abre una grieta simbólica: un breve paréntesis en el que la cultura occidental recuerda, a veces sin saberlo, que la muerte nunca se ha ido. Detrás de las máscaras y los disfraces infantiles, late una antigua necesidad humana de reconciliarse con lo invisible, de dar nombre y forma al miedo más persistente de todos: a la muerte.
Fuente: Ideas Textuales
Cada 31 de octubre, las calles del mundo occidental se llenan de máscaras, dulces y risas. Halloween, con su despliegue de disfraces y calabazas, se ha convertido en una de las celebraciones más globalizadas del calendario. Lo que nació como un ritual celta para despedir el verano —el Samhain, cuando se creía que el mundo de los vivos y el de los muertos se entrelazaban por una noche—, terminó transformado por la cultura de masas en un carnaval del miedo y el consumo. Pero bajo la superficie comercial y el imaginario cinematográfico, subsiste el antiguo eco de una intuición humana: la de que, al caer la noche, los muertos regresan por un instante a rozar la vida de los que siguen aquí.
Al día siguiente, el calendario cristiano recuerda el Día de Todos los Santos, y el 2 de noviembre, el de los Difuntos. Entre ambos días, la frontera entre el mundo visible y el invisible se vuelve porosa. En muchas culturas, estos días no son solo conmemoraciones religiosas, sino verdaderos ejercicios de memoria colectiva. Son el intento de reconciliarse con lo inevitable, de tender un puente entre el último peldaño y el gran abismo. En esa zona intermedia —donde conviven el miedo y la ternura, la ausencia y la presencia— la humanidad sigue buscando maneras de domesticar la muerte, de hablar con sus fantasmas y, quizás, de aprender a vivir con ellos.
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La muerte sigue siendo el gran tabú de nuestra época. Aunque todos sabemos que es parte inevitable del ciclo vital, la tendencia social es apartarla, silenciarla, relegarla al ámbito privado o, en el mejor de los casos, convertirla en un asunto médico. “Morirse da miedo por ignorancia”, afirma el periodista y escritor Jesús Pozo, director de la revista Adiós Cultural, dedicada íntegramente a la muerte desde 1996. La negación colectiva, alimentada por relatos ficticios y la falta de educación en torno a la muerte, nos deja poco preparados para afrontar el final, propio o ajeno.
La pandemia de la Covid-19 puso la muerte en primer plano, pero no aprendimos mucho de la tragedia. Los cementerios, históricamente apartados de los núcleos urbanos, son testigos de esa tendencia a invisibilizar la muerte, mientras la medicalización y la privatización del duelo refuerzan la idea de que el dolor debe vivirse en soledad.
El filósofo Wilhelm Schmid invita a pensar la muerte y el duelo como experiencias transformadoras, capaces de generar sentido. No sólo como pérdida, sino como una oportunidad de crear un nuevo vínculo, invisible pero profundo, con quien ya no está. Frente a la visión médica del sufrimiento, Schmid reivindica el consuelo y los rituales como estructuras frente al caos de la pérdida.
A pesar de la tendencia a invisibilizar la muerte, existen tradiciones que la integran en la vida cotidiana y la resignifican. El Día de Muertos en México es uno de los ejemplos más emblemáticos. Esta festividad, reconocida como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, celebra el retorno transitorio de los difuntos al mundo de los vivos. Los altares, las ofrendas, las flores de cempasúchil y las comidas típicas permiten a las familias honrar y recordar a sus seres queridos con alegría y gratitud.
El origen del Día de Muertos se remonta a la época prehispánica y se fusiona con las tradiciones católicas traídas por los conquistadores españoles. En la visión indígena, la muerte no es el fin, sino una fase de un ciclo infinito. La vida se prolongaba en la muerte, y la muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito.
En otros países, como Guatemala, Haití, Filipinas y Ecuador, existen rituales únicos para honrar a los muertos, desde el lanzamiento de cometas gigantes hasta banquetes en los cementerios. Estas prácticas muestran la diversidad cultural en la forma de enfrentar la muerte y el duelo.
La muerte no solo afecta a nivel individual, sino que puede transformar comunidades enteras. El caso de Paiporta, arrasada por una riada que dejó 46 muertos y cientos de familias devastadas, es un ejemplo de cómo el duelo puede convertirse en una experiencia colectiva. “El pueblo está apagado”, dice Laura Requena, superviviente de la catástrofe. “Es marrón, huele mal, está triste. Ahora es cuando empezamos a comprender lo que nos ha pasado”.
La reconstrucción tras la pérdida implica no solo reparar lo material, sino también sanar lo emocional. Los vecinos de Paiporta, como tantos otros en situaciones similares, han tenido que aprender a vivir con la marca del agua y el barro, con la ausencia y el dolor, pero también con la esperanza de ver el pueblo “en color” de nuevo.
En los últimos años, han surgido iniciativas para romper el tabú de la muerte y fomentar la conversación abierta sobre el final de la vida. Los Death Cafés, eventos en los que personas de diferentes edades y procedencias se reúnen para hablar sobre la muerte, se han expandido a más de 13.500 encuentros en todo el mundo. Estas reuniones buscan liberar a las personas del peso del tabú y compartir experiencias, miedos y reflexiones.
La educación tanatológica, que propone enseñar sobre la muerte desde la infancia, es otra tendencia que busca dotar a las futuras generaciones de recursos para afrontar la pérdida sin que suponga un suceso devastador. Tener presente la mortalidad mejora la calidad de vida, ayuda a valorar cada momento y fortalece las
La muerte, lejos de ser solo el final de la existencia, es un fenómeno que atraviesa todas las dimensiones de la vida social y cultural. Su impacto en la sociedad contemporánea se manifiesta en el duelo, los rituales, el lenguaje, la legislación y las tradiciones que buscan resignificar el fin de la vida. Hablar de la muerte, integrarla en la reflexión sobre la buena vida y reconocer su papel en la construcción de sentido son pasos necesarios para superar el tabú y vivir con mayor plenitud y conciencia.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales
