
La evolución nos regaló un cerebro capaz de imaginar, crear y recordar. Pero en esa misma expansión germinó la ansiedad, la tristeza y la culpa. La ciencia revela que nuestras vulnerabilidades mentales podrían ser herencias de la adaptación: la paradoja de una especie que se salvó gracias a su mente y hoy sufre por ella.
Hay una ironía con respecto a la inteligencia humana: cuanto más crece nuestra mente, más precario es su equilibrio. Cada nueva capa del cerebro que parece diferenciarnos del resto de los animales amplía la imaginación, pero también multiplica el miedo. En algún punto de la evolución, la creatividad y la angustia comenzaron a compartir el mismo territorio. La evolución, al parecer, selló un pacto con la fragilidad: nos dio lenguaje y autoconciencia a cambio de noches en vela.
Durante siglos pensamos que los trastornos mentales eran fallas, errores de la maquinaria biológica. Pero la ciencia contemporánea empieza a contar otra historia. Los genetistas creen que lo que hoy llamamos “trastornos” pudieron haber sido ventajas adaptativas. La impulsividad del TDAH, por ejemplo, servía a los cazadores nómadas para explorar nuevos territorios. La ansiedad, que hoy inmoviliza a millones, era el radar de quienes sobrevivían porque temían antes que los otros.
Quizás lo que llamamos enfermedad es solo un eco de la evolución.
Nuestro cerebro no solo guarda información genética, también conserva huellas culturales. Cada sinapsis fue moldeada tanto por el hambre como por el deseo, por la caza y por el capitalismo. El cerebro es un artefacto cultural: lo transforman las pantallas, los horarios, las ciudades, las redes sociales.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Un estudio reciente publicado en Cerebral Cortex reveló que las variantes genéticas que potenciaron el lenguaje, la empatía y la creatividad también nos hicieron más propensos a la depresión y la ansiedad. Es decir, el mismo fuego que nos iluminó también nos quema. La expansión de la corteza cerebral —esa capa donde germinan la imaginación y el pensamiento abstracto— trajo consigo un precio: la conciencia del dolor.
Ser conscientes implica sufrir. Imaginar implica perder algo de paz.
En algún punto del Paleolítico, los humanos comenzaron a pintar animales en las cavernas y a enterrar a sus muertos. Fue el nacimiento de la imaginación y, también, de la tristeza. La mente que inventó la belleza descubrió, al mismo tiempo, su fragilidad. Una fragilidad que se transformó en dolor, en angustia. La cultura proceso esta angustia, transformándola en mito, en religión, en arte. La depresión moderna no es más que una forma sofisticada de recordar que somos mortales.
Cada época inventa su propia manera de enloquecer. En la Grecia clásica, la melancolía era signo de genio; en la Edad Media, de posesión; en el siglo XIX, de romanticismo. Hoy la llamamos desorden químico. Pero más allá de los diagnósticos, los trastornos mentales reflejan las tensiones de su tiempo.
El TDAH encarna la lucha entre la curiosidad y la disciplina. La ansiedad es la respiración acelerada de una era sin pausas. La depresión parece una respuesta íntima a la pérdida de sentido en un mundo que valora más la eficiencia que el sosiego. No hay mente sana en una sociedad enferma de prisa. Y, sin embargo, en esa fragilidad también se esconde algo profundamente humano: la sensibilidad, la empatía, la capacidad de conmovernos, por lo que no tiene utilidad.
El mito de Prometeo parece más vigente que nunca. Robamos el fuego del conocimiento, pero a cambio recibimos la angustia de la conciencia. Comprendimos el universo, pero no qué hacer con su vacío. La inteligencia fue nuestro mayor logro, pero también nuestra condena. El cerebro que nos permitió escribir poemas y ecuaciones es el mismo que nos despierta a medianoche con pensamientos que no podemos apagar. Quizás la enfermedad radica en estar saturados de lucidez.
En el estudio de Cerebral Cortex, los científicos hallaron que las variantes genéticas más recientes —las que aparecieron hace apenas unos miles de años— se activan en el área de Broca, donde nacen las palabras. Tal vez ahí, en el origen del lenguaje, comenzó también nuestra fatiga mental.
Porque contar, recordar y pensar son formas de sufrir. Ser más inteligentes no nos hizo más felices, sino más conscientes. La evolución nos enseñó a mirar hacia adelante, pero también a temer el futuro.
Lo más sabio es aprender a convivir con la fragilidad. Una herencia de millones de años que, pese a todo, sigue siendo el corazón de lo humano.
Por Mauricio Jaime Goio.