La democracia no solo se expresa en las urnas; se manifiesta, sobre todo, en el alma de la sociedad. Pocas cosas la corrompen tanto como la tentación del odio político. No aparece de pronto ni cae del cielo como una fatalidad. Se instala lentamente, se vuelve hábito, y cuando contamina el espíritu público lo hace con una justificación simple y efectiva: no hay adversarios, sino enemigos; no se debate con ellos, se los destruye.
Ese veneno recorrió Bolivia durante años, alimentado desde el poder. El populismo descubrió que la polarización y el resentimiento dividen, y que el odio puede ser un método de dominación. Hoy, tras la derrota del régimen que hizo de la confrontación un modo de gobierno, cabría esperar que la política recuperara el tono cívico. Sin embargo, hay quienes parecen aún atrapados en esa lógica destructiva. Incapaces de aceptar el veredicto electoral, buscan nuevos pretextos para prolongar la guerra que terminó en la votación.
No lo hacen, quizá, por maldad consciente. Lo hacen porque el odio es cómodo. Exime del deber de pensar, de respetar, de escuchar, de comprender al otro. El que odia se siente superior, incluso virtuoso; encuentra en su rencor una causa que lo justifica todo y encuentra en los detalles más nimios la excusa para alimentarlo. Pero nada destruye más rápido el tejido republicano que el resentimiento.
Bolivia vive ahora un tiempo de transición y esperanza, pero también de fragilidad. Se requiere sensatez, paciencia, desprendimiento, magnanimidad. Y, sin embargo, persiste una tensión latente, como si la disputa electoral no hubiera concluido y algunos se resistieran a soltar las armas retóricas. No ven, o no quieren ver, que desear el fracaso del nuevo gobierno es alentar, en el fondo, el regreso de aquello que dicen detestar.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Y cuando esa tensión se mezcla con antiguos prejuicios sociales y culturales, el riesgo se multiplica. Porque el odio político es dañino, sí, pero cuando empieza a tomar la forma del desprecio racial –ese viejo fantasma que no hemos logrado vencer y que duerme con un ojo abierto, esperando la primera ocasión para saltar con desparpajo– entonces ya no hablamos de discrepancia democrática, sino de una fractura social. Una nación puede sobrevivir al conflicto político, pero difícilmente sobrevive a la deshumanización del otro.
El odio es un círculo vicioso. Empieza justificándose como defensa y termina devorando al que lo alimenta. Por eso, la verdadera derrota consiste en permitir que el adversario nos convierta en lo que repudiamos; que nos arrastre a imitarlo.
Ganar una elección es importante, pero ganar la batalla moral es indispensable. Bolivia necesita ideas, no insultos; crítica rigurosa, no descalificación automática. La ciudadanía que se sabe protagonista de su destino no responde con rencor, sino con responsabilidad. El porvenir no se construye desde el insulto ni desde el enfrentamiento ciego, sino desde la razón y la decencia.
Es legítimo discutir, oponerse, exigir, vigilar. Eso es democracia. Pero ésta solo florece donde hay grandeza, templanza y disposición a convivir incluso con quien piensa distinto. La tentación del odio siempre estará ahí, al acecho. Resistirla es nuestro primer deber republicano, porque ceder a ella puede ser sencillo; reconstruir después de sus estragos es casi imposible.
Y, sin embargo, Bolivia ha demostrado más de una vez que puede sobreponerse a sus sombras. Cuando elegimos la concordia sobre el rencor y la ley sobre la furia, este país vuelve a respirar. Basta que una mayoría elija la serenidad y el respeto para que la esperanza, que nunca se ha marchado del todo, vuelva a abrirse paso.
Los pueblos que eligen la convivencia por encima del odio no sólo salvan su presente, también alumbran, paso a paso, el país que merecen.
