Johnny Nogales Viruez
El Decreto Supremo 5475, aprobado por el gobierno saliente, fue presentado como una señal de transparencia en la transición al gobierno del presidente Rodrigo Paz. En teoría, debía asegurar una entrega ordenada de información y responsabilidades. En la práctica, ha sido apenas un papel mojado e inservible.
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Los nuevos ministros encontraron cajones vacíos, computadoras sin archivos y escritorios despojados hasta de documentos básicos. Muchos despachos ni siquiera cumplieron con la obligación elemental de entregar informes de gestión, o lo hicieron en apenas cuatro hojas. Así terminó el ciclo político de quienes, fieles a su estilo, confundieron el Estado con un botín personal y el poder con una propiedad privada. El decreto de transición fue su última puesta en escena. Fue un acto administrativo sin contenido, una formalidad mentirosa.
El desorden, o la intencional falta de información, no es casual. Es la coartada perfecta para esconder la verdadera magnitud del daño causado, especialmente en el ámbito económico. Sin registros confiables, sin datos actualizados y sin informes verificables, el nuevo gobierno deberá comenzar a ciegas, reconstruyendo a tientas lo que otros destruyeron con premeditación. Esa oscuridad deliberada no solo dificulta la gestión entrante, sino que busca perpetuar la impunidad de aquellos que usufructuaron del poder y se resisten a responder por ello.
La obligación del gobierno saliente era mantener, durante toda su gestión, información veraz y pública sobre el manejo de los recursos y el estado real de la economía. Pero eso nunca ocurrió. La norma fue el silencio institucional, las cifras maquilladas, los informes parciales y deformados; en fin, la mentira y la indecencia. Por eso, ningún decreto podía convertir lo oculto en transparencia ni lo falso en verdad.
La transición, más que un trámite, debía ser un acto de responsabilidad cívica. Sin embargo, lo que se ha visto es una fuga en silencio: funcionarios que abandonaron sus cargos sin rendir cuentas, archivos desaparecidos, vehículos oficiales entregados a último momento, contratos sin respaldo y deudas que nadie reconoce. La administración saliente no cerró una etapa; simplemente se retiró dejando un acre olor a ruinas y un mar de sospechas.
A esa falta de respeto por las formas democráticas se sumó la ausencia de Luis Arce en el acto de posesión presidencial; aunque, visto con ironía, al menos nos ahorró un discurso vacuo en el que, como siempre, habría intentado endilgar a otros la culpa del desastre. Pero su silencio no fue un gesto de prudencia, sino una confesión política. En su concepción patrimonial del poder, la derrota no se asume como relevo legítimo, sino como pérdida de privilegios.
Algunos han querido justificar su ausencia en razones ideológicas, aludiendo a que sus aliados autoritarios -Cuba, Venezuela y Nicaragua- no fueron invitados a la ceremonia. Esa coincidencia no hace sino confirmar su fidelidad y sometimiento a los regímenes que desprecian las libertades. Hasta su despedida fue coherente con la usanza de quienes nunca entregan el poder por las buenas.
El nuevo gobierno tiene ahora la oportunidad y la obligación de marcar diferencia. Deberá iniciar este tiempo de esperanza destapando la verdad y sacándola a plena luz. Deberá abrir las puertas del Estado a la ciudadanía y someter las cuentas a auditorías públicas. Es preciso desenmascarar el pasado. La población debe conocer la situación real en que se recibe la administración del país.
Tras dos décadas de manejo arbitrario y corrupto, en las que los contratos directos por excepción y las coimas fueron práctica frecuente, es imperativo derribar el muro de la impunidad y llevar a cabo procesos que sancionen los malos manejos y recuperen el dinero esquilmado al pueblo. El país necesita transparencia y respeto por las reglas.
Que quienes se fueron aprendan que el poder no es un derecho, sino un encargo temporal; que la estulticia no es un modo de vida y que el robo es un delito. Y que quienes llegan recuerden que la autoridad solo se legitima con verdad y servicio.
Quedaron oficinas vacías como símbolo del país saqueado. El cambio de mando ya se produjo. El cambio de cultura tiene que llevar a la obligatoriedad de la rendición de cuentas y a la sanción de los delitos. Y no hay crimen más grave que empobrecer a un pueblo y, además de desmantelarlo, encima robarle.
