La modernidad enterró los mitos como superchería, reliquias del pasado, desterrados por el avance de la razón y el progreso. Sin embargo, los mitos nunca dejaron de funcionar, simplemente se reinventaron. Hoy se camuflan en ideologías, algoritmos, campañas publicitarias y relatos personales en redes sociales. En una época que se proclama heredera del método científico, seguimos buscando explicaciones trascendentes para aquello que escapa a nuestro control. El pensamiento mágico, lejos de desaparecer, resurge entre líneas de código y pantallas luminosas.
El mito no desaparece, se transforma. Su función es estructural, una forma de pensamiento que organiza el mundo. Si antes los relatos explicaban el origen del sol o la existencia del mal, hoy intentan dar sentido a los misterios del algoritmo, a la viralidad o al olvido digital. Seguimos buscando sentido de lo que no podemos controlar.
La tecnología ha desplazado el eje de lo sagrado. Los antiguos templos de piedra han sido sustituidos por servidores y centros de datos, donde depositamos nuestra fe, esperando una salvación que se mide en megabytes. El animismo de las culturas originarias, que atribuía alma al trueno o al maíz, se traslada ahora a los dispositivos: hablamos con nuestros teléfonos, les pedimos consejo, les confiamos secretos. Los dotamos de espíritu, repitiendo un gesto ancestral.
Como señalaba Joseph Campbell, los mitos son mapas interiores para atravesar la oscuridad. El héroe contemporáneo es digital, nace anónimo en una red social, enfrenta las pruebas del algoritmo, cae en la cancelación y resucita con disculpas públicas. La estructura épica permanece, aunque el escenario haya cambiado. Sólo que las batallas se libran ahora en la pantalla, ante millones de testigos.
En tiempos de crisis, el mito regresa con fuerza. Durante la pandemia, proliferaron relatos mesiánicos, profetas digitales y visiones apocalípticas. Frente al vértigo de la información, el mito ofrece la ilusión del orden y consuelo donde la ciencia no alcanza. El pensamiento mítico nunca se fue; simplemente, aprendió el lenguaje de los bits.
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Hoy vivimos rodeados de mitologías invisibles: el éxito individual, la juventud eterna, la productividad infinita. Cada “me gusta” es una pequeña plegaria que nos devuelve al mundo de los vivos. Nuestra relación con la tecnología tiene algo de religioso: consultamos notificaciones como quien consulta un oráculo, buscamos señales, interpretamos coincidencias. La racionalidad moderna convive con supersticiones digitales, y cada clic es una ofrenda para mantener a los dioses del algoritmo de nuestro lado.
El mito toma fragmentos y los reordena para construir sentido. Así funcionan nuestras vidas digitales, ensamblando identidades y relatos en un laboratorio simbólico global. La mitología contemporánea más persistente quizá sea la del yo que se reinventa a diario.
El regreso del mito no es una regresión, sino una necesidad humana. Nos recuerda que no podemos vivir sin símbolos ni relatos que den coherencia al caos. En una época donde lo racional se confunde con lo automático, el mito devuelve la dimensión poética de la existencia. Seguimos necesitando contar historias, para no perdernos, para no olvidar que, antes de hablar con las máquinas, hablábamos con los dioses.
Por Mauricio Jaime Goio.
