Por: Misael Poper
Es hora de hacer las cosas diferente. Desde que el Estado se volvió un botín de guerra, las organizaciones sociales lo repartieron en una nueva élite dirigencial, traicionando su origen natural: proteger y resguardar los derechos humanos de sus miembros y evitar que el Estado atente contra ellos. Con la llegada del MAS al gobierno, muchos ministerios se convirtieron en bastiones de poder, espacios donde se sirvieron del Estado y de lo que implica el poder, pero no impulsaron un desarrollo integral para todo el país. Después de 20 años de repartija, es hora de hacer las cosas diferentes. No se trata de defender el perfil de los nuevos ministros o viceministros, sino de impedir que vuelvan a ser parte de un cuoteo político que hiere la meritocracia.
Ese es el punto de partida. Porque el problema de fondo no es el color de la camiseta, sino la lógica que ha convertido a la gestión pública en un sistema de feudos. El reparto por cuotas reemplaza la competencia abierta por la lealtad orgánica; sustituye el mérito por el padrinazgo; confunde representación social con ocupación del Estado. Organizaciones que nacieron para vigilar al poder terminaron viviendo del poder. Y cuando el árbitro se vuelve jugador, la cancha deja de ser pareja para todos.
La crítica no demoniza a las organizaciones sociales; reconoce su rol histórico. Bolivia no se entiende sin su fuerza movilizada, sin sindicatos, comunidades y pueblos que empujaron derechos y conquistas. Pero una cosa es participar y otra muy distinta es co-gobernar mediante cuotas. La primera oxigena la democracia; la segunda la captura. La primera obliga a rendición de cuentas; la segunda la diluye en pactos que nadie votó.
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Si queremos “hacer las cosas diferente”, hay que cambiar los incentivos y las reglas. No alcanza con mover nombres y apellidos. Se necesita un rediseño institucional que ponga en el centro tres principios: mérito, transparencia y separación de roles.
La meritocracia no se mide por ruedas de prensa, sino por concursos públicos abiertos, perfiles de cargo publicados y ternas evaluadas por jurados mixtos (academia, colegios profesionales, sociedad civil con trayectoria técnica). Todo nombramiento de alto rango debería:
- publicar requisitos y una matriz de evaluación antes del proceso;
- dejar constancia de puntajes y justificar por escrito por qué la persona elegida superó a las demás;
- estar sujeto a un período de prueba (90/180 días) con indicadores verificables de gestión.
Sin ese andamiaje, la “meritocracia” se vuelve un eslogan más.
La transparencia se sostiene en datos abiertos. Cada ministerio debe tener un tablero público de metas trimestrales: ejecución presupuestaria, compras, hitos normativos, tiempos de trámite, cobertura de servicios. Y, junto a eso:
- declaración de intereses y patrimonio de las autoridades, actualizada y auditable;
- registro de reuniones (quién se reunió con quién, para qué y cuándo) para evitar capturas silenciosas;
- contrataciones en un portal único que permita seguimiento ciudadano en tiempo real.
Si la ciudadanía no puede ver, comparar y exigir, la opacidad regresa disfrazada de discurso técnico.
Las organizaciones sociales tienen que volver a lo que mejor saben hacer cuando se las respeta: deliberar, proponer y fiscalizar. Su lugar no es manejar ministerios, sino:
- integrar consejos consultivos con mandato rotativo, sin poder de veto ni manejo de presupuesto;
- presentar agendas sectoriales con metas negociadas y evaluadas públicamente;
- ejercer control social con herramientas y acceso a información, no con oficinas ni ítems.
Dejar el Ejecutivo para los ejecutores y fortalecer el control social externo reduce tentaciones y conflictos de interés.
Para que “lo diferente” no sea flor de un día, se requieren candados claros:
- incompatibilidades: un dirigente que pase al Ejecutivo debe renunciar a su cargo orgánico y no podrá volver a él durante el mismo periodo de gobierno;
- no rotación por confianza: prohibir que autoridades con denuncias fundadas “caigan para arriba” a otro viceministerio o empresa estatal;
- topes de estructura: fijar por ley el número máximo de ministerios, viceministerios y direcciones nacionales; crear un cargo deberá requerir justificación técnica y ley, no decreto coyuntural.
Sin un servicio civil robusto, cualquier ola política barre lo construido. Es clave:
- carrera administrativa con ingreso por mérito, evaluación anual y sanciones efectivas;
- una escuela de gobierno para formar gerentes públicos en gestión por resultados;
- movilidad horizontal por competencias, no por favores.
La continuidad técnica evita que cada cambio de ministro sea un terremoto burocrático.
La legitimidad de un viraje así no se sostiene solo en principios; se gana en resultados. Tres compromisos concretos y medibles para los primeros doce meses:
- tiempo de trámites: reducir a la mitad los plazos de tres servicios críticos (por ejemplo, RUA, exportaciones, licencias) y publicar cada semana el promedio real;
- compras públicas: lograr un ahorro documentado mediante subastas transparentes y compras agregadas;
- inversión y empleo: destrabar proyectos priorizados con cronogramas públicos, metas de empleo y auditoría social independiente.
Sin mejoras palpables, el relato del cambio se evaporará frente a la memoria de la calle.
El diálogo social no es concesión, es herramienta de gobernabilidad. Pero diálogo no es cogobierno. Se puede escuchar a todos sin entregarle a nadie la llave del Estado. Para eso sirven mesas con cronograma, actas públicas y árbitros técnicos. Y sirve también decir no cuando un reclamo legítimo se convierte en privilegio. La ecuación es simple: derechos para todos, prebendas para nadie.
Hacer las cosas diferente exige coraje para romper inercias y humildad para construir consensos. La salida no está en sustituir una cuota por otra, ni en cambiar élites con el mismo libreto. Está en aceitar las instituciones para que funcionen con o sin nosotros. Si la política entiende que el poder no se reparte, se administra; que los ministerios no son bastiones, son servicios; que las organizaciones no son clientes, son contralores; entonces, sí, habremos girado el timón.
Después de dos décadas de reparto, Bolivia no necesita un nuevo reparto: necesita reglas que no dependan de la voluntad de unos pocos, méritos que abran puertas a muchos y resultados que devuelvan confianza a todos. Ese es el verdadero sentido de “hacer las cosas diferente”. Y el momento de probarlo (con hechos, no con eslóganes) es ahora.
