
Los chimpancés de Ngamba y Budongo, en Uganda, han demostrado que pueden razonar, cambiar de opinión ante nuevas evidencias y curar las heridas de otros con plantas medicinales. Más allá del asombro científico, estos hallazgos ponen en cuestión la frontera simbólica que separa al ser humano de los demás animales y reabren una pregunta cultural y ética: ¿qué significa ser racional?
Durante siglos, la humanidad se ha empeñado en demostrar racionalmente su propia superioridad, como si cada avance científico fuera una reafirmación de que somos la cúspide de la creación. Incluso después de Darwin, y pese a todos los intentos por reconocer derechos a los animales no humanos, seguimos necesitados de sentirnos distintos, amos del planeta y guardianes exclusivos de la razón. Hemos hecho de la racionalidad una coartada moral para disponer de la naturaleza a nuestro antojo
Por eso resulta tan revelador que en una isla perdida en el lago Victoria, a pocos kilómetros de la línea del ecuador, un grupo de chimpancés rescatados del tráfico ilegal, quienes viven bajo la tutela de los científicos en el santuario de Ngamba, hayan demostrado que son capaces de cambiar sus creencias cuando reciben nueva información. Lo hacen de manera lógica, racional, metódica. Los investigadores afirman que los chimpancés revisan racionalmente sus creencias.
Durante siglos, los humanos hemos defendido la idea de que la razón era la muralla que nos separaba de los animales. Desde Aristóteles hasta la Ilustración, la racionalidad se presentó como una frontera, lo que nos hacía y definía como humanos. Pero los experimentos de Ngamba erosionan esa certeza. Los chimpancés distinguen entre evidencia fuerte y débil, recuerdan los pasos de un experimento, corrigen sus decisiones si descubren un error. No actúan por instinto, sino por reflexión. Mientras ellos demuestran que pueden cambiar de opinión ante nuevas pruebas, nosotros seguimos aferrados a la vieja creencia de que somos los únicos con derecho a pensar.
A la racionalidad se suma otro hallazgo reciente, quizá más impactante: los chimpancés también curan. En la selva de Budongo, los investigadores observaron cómo un grupo de chimpancés se aplicaban sobre sus heridas hojas masticadas de plantas con propiedades antibióticas, y cómo cuidaban a otros miembros del grupo, limpiando y tratando sus lesiones. En ese gesto —el de un chimpancé aplicando un emplasto vegetal sobre la herida de otro— hay algo que también consideramos profundamente humano. La ciencia lo llama conducta prosocial, llamémoslo, sin más, empatía.
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Ver a un chimpancé curar a otro es, quizás, observar el origen evolutivo de la compasión. Lo que la cultura convirtió en virtud, la naturaleza ya lo ha ensayado por millones de años. Da para pensar que la ética, como la razón, no nació con la civilización. Emergió con la vida en común. En Budongo, esa intuición se hace visible en el cuidado del otro, en el reconocimiento del dolor ajeno, en la cooperación sin recompensa. Conductas que alguna vez definieron la moral humana, se descubren ahora en la cotidianeidad de nuestros parientes más cercanos.
De pronto, la vieja pregunta sobre lo que nos distingue de los animales pierde sentido. Tal vez lo humano no sea una frontera, sino un continuo. Si los chimpancés razonan y se compadecen, entonces lo humano es una escala de conciencia, no un privilegio. La ciencia moderna, que durante siglos intentó separarnos de la naturaleza, nos devuelve ahora a un lugar dentro de un linaje. Ngamba y Budongo no sólo son una demostración sólida de la inteligencia animal, también una demostración de la fragilidad de nuestras certezas culturales.
Quizá el mayor descubrimiento no sea que los chimpancés piensan, sino que nos ponen en una situación de repensar nuestro lugar en la tierra. Nos devuelven la mirada que perdimos cuando empezamos a creer que la inteligencia era poder. Mientras ellos corrigen sus errores y se cuidan unos a otros, nosotros seguimos atrapados en el espejismo de la superioridad. Tal vez el sentido más profundo de la razón sea comprender que pensar no es dominar, sino reconocer al otro. Y que en esa mirada compartida —entre un humano y un chimpancé— late la posibilidad de reconciliarnos con la naturaleza.
Por Mauricio Jaime Goio.