Tiempo de decisiones y de esperanza


 

Johnny Nogales Viruez



 

El país se encuentra exhausto, receloso, fracturado y con enormes expectativas. La esperanza convive con el miedo a repetir los errores del pasado. La tarea que aguarda al nuevo gobierno es inmensa: debe solucionar la crisis, reconstruir el Estado, restablecer la autoridad moral del poder y devolver la confianza a una ciudadanía que ha aprendido a sobrevivir sin instituciones. Pero algo ha cambiado: la esperanza comienza a abrirse paso entre los escombros.

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Buena parte de la población cree que el cambio será inmediato, casi milagroso, sin considerar la magnitud del daño. El desastre económico, institucional y moral es tan profundo que será imposible atender todas las urgencias simultáneamente. El reto es tan grande que exigirá esfuerzo y tiempo. Por eso, lo primero será mostrar con honestidad las cifras reales en las que se recibe el Estado; solo así podrá saberse de dónde partir y hacia dónde ir.

Casi el 40% de los bolivianos carece de lo mínimo para vivir con dignidad; el desempleo crece, no hay oportunidades y el éxodo, sobre todo de los jóvenes, nos priva del recurso humano más necesario para reconstruir el país. Tal vez este sea el efecto más nocivo de la crisis sistémica que nos azota. Todos los indicadores económicos –inflación, PIB, déficit fiscal, reservas internacionales y deuda pública– son los peores en cuatro décadas. Ese es el tamaño del desafío; ese es el tamaño del desastre que deberá conjurar la próxima gestión.

Frente a esta realidad, y antes incluso de que las autoridades electas juren sus cargos, ya se multiplican las voces que anuncian resistencia e incluso las que demandan cuotas en la jerarquía administrativa. Es la reacción previsible de grupos corporativos acostumbrados a vivir de las migajas del poder. Durante años se alimentaron del clientelismo y del chantaje; aprendieron que un bloqueo es más rentable que un proyecto productivo y que gritar más alto equivale a tener razón.

Hablar de diálogo, en tales condiciones, resulta ingenuo si no se acompaña de autoridad moral y firmeza política. No se puede razonar con quienes hicieron de la sumisión un trabajo, del Estado, su feudo, de la calle, su parlamento y del favoritismo, su ideología. El país que hereda el nuevo gobierno no tiene solo una economía en ruinas, sino una cultura política deformada por la corrupción, la prebenda, el miedo y la impunidad.

En consecuencia, la primera lección de gobernabilidad consiste en entender que la paciencia no excluye la determinación. Será necesario activar los mecanismos democráticos de negociación, consulta y concertación social, pero también dejar claro que la ley no se negocia. La historia enseña que la democracia no se debilita por ejercer autoridad, sino por renunciar a ella. En 1985, frente a una crisis devastadora, el gobierno democrático de entonces no dudó en recurrir incluso al estado de sitio para contener la violencia sindical y preservar la institucionalidad. Fue una medida extrema, pero legítima, porque salvó al país de la anarquía. Ese gran estadista nos enseñó que la mayor dictadura es el apego a la ley.

Así parece haberlo comprendido el presidente electo Rodrigo Paz, y lo ha expresado en el discurso que acaba de pronunciar en la Casa de la Libertad. Como era previsible, sus palabras provocaron airadas reacciones entre quienes aún no entienden que la libertad de uno termina donde empieza el derecho del otro.

 

Hoy las circunstancias no son idénticas, pero el dilema es parecido: se asume el costo político de gobernar con decisión o se prolonga la agonía de un Estado capturado por intereses corporativos.

 

Tampoco el Parlamento ofrece muchas garantías. Su composición refleja más la dispersión del sistema que la madurez de la política. La mayoría de sus miembros llega sin estructuras sólidas, sin trayectoria, sin convicciones, sin línea. También están los que, con una sonrisa fingida en el rostro, aún mascullan resentimiento. Aunque al inicio simulen disciplina y adhesión, su fragilidad pronto se evidenciará en conductas erráticas y deslealtades. En Bolivia, la alianza de coyuntura es costumbre; la coherencia, es la excepción.

 

De ahí que el nuevo gobierno deba aprovechar el breve margen de confianza que el pueblo concede al inicio de cada mandato. Ese tiempo –efímero, pero decisivo– es el que permitirá adoptar las medidas más duras y necesarias antes de que el desgaste y la oposición, hoy fragmentada, encuentren su punto de confluencia.

 

El país necesita una cirugía profunda. Es preciso sincerar las cuentas fiscales, reducir el gasto improductivo, reactivar la inversión privada, liberar las exportaciones y frenar la corrupción institucionalizada. Para esto, sobre todo, se necesita liderazgo. No un liderazgo carismático ni populista, sino uno moral y racional, capaz de decir la verdad sin adornos y asumir el costo de hacerlo.

 

No habrá milagros, pero esta es una oportunidad irrepetible para demostrar que la política puede ser decente, que gobernar no es solo detentar prerrogativas, que el poder puede tener visión de futuro y que la firmeza democrática puede imponerse al chantaje de las calles.

 

El tiempo de la economía política ha llegado; pero, sobre todo, es el tiempo de las decisiones difíciles, esas que determinarán la clase de gobierno que tendremos y el porvenir colectivo que nos espera.

Y aún en medio de la fatiga y la incertidumbre, la esperanza sigue siendo el punto de partida. Porque no hay reconstrucción posible sin esperanza, ni futuro posible sin decisiones.

 

Que esas decisiones sean, ante todo, inteligentes y efectivas, y que estén guiadas por un solo propósito: el bien de Bolivia.

 

Bienvenidos, Rodrigo, Edmand y todo el nuevo gobierno.