El fracaso de la Elección Judicial en Bolivia


Ramiro Sánchez Morales

La filosofía de la elección popular



La elección popular de magistrados surgió en Bolivia como respuesta a décadas de cooptación partidaria de las altas cortes, con la promesa de “devolver la justicia al pueblo” y romper el monopolio de las élites políticas y corporativas sobre el sistema judicial. El constituyente apostó por el voto ciudadano directo, esperando que la legitimidad democrática fortaleciera la independencia judicial y acercara los tribunales a las necesidades reales de la sociedad.

En teoría, este diseño buscaba que la fuente de legitimidad del juez dejara de ser el acuerdo de cúpulas políticas y pasara a ser la voluntad popular expresada en las urnas. Sobre el papel, la fórmula parecía virtuosa: más participación, más control social y menos dependencia de partidos y caudillos.

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Por qué el constituyente eligió este camino

La Constitución del Estado Plurinacional se aprobó en un contexto de profunda desconfianza hacia los viejos mecanismos de designación, donde el reparto de cuotas entre partidos era la regla no escrita para llenar las altas magistraturas. En ese ambiente, la elección judicial se presentó como un signo de ruptura con el pasado y una pieza clave del nuevo proyecto político.

El mensaje era claro: si el pueblo elige al presidente, a los parlamentarios y a las autoridades subnacionales, también debe elegir a quienes imparten justicia desde las máximas instancias. Sin embargo, el diseño institucional dejó intacto un filtro decisivo: la preselección política de candidatos por la Asamblea Legislativa, que vació de contenido la promesa de democratización real.

Por qué esta elección no sirve para autoridades de esta naturaleza

Una autoridad judicial de alta jerarquía no puede ser elegida como si fuera un candidato más en una competencia electoral tradicional, porque su trabajo no consiste en representar intereses, sino en aplicar la Constitución y la ley con independencia, técnica y prudencia. El magistrado no legisla ni gobierna; decide conflictos y controla el poder, y por eso su lógica de legitimidad debería ser distinta a la de un cargo político sometido a campaña y marketing.

El propio diseño de la elección judicial en Bolivia desnaturaliza la función jurisdiccional: obliga a candidatos a exponerse en un proceso que no guarda relación con la naturaleza reservada, imparcial y contra mayoritaria del juez constitucional o supremo. Cuando el juez depende de una campaña, se abre la puerta a compromisos previos y lealtades encubiertas, incompatibles con la imparcialidad que la sociedad espera.

El fracaso de 2011, 2017 y 2024

Las elecciones de 2011 ya adelantaron el desenlace: los votos nulos y blancos rondaron el 60%, reflejando un rechazo masivo a los candidatos y al propio modelo. En lugar de un voto de confianza, la ciudadanía emitió un voto de castigo que convirtió a los magistrados electos en autoridades formalmente designadas pero débilmente legitimadas.

En 2017 la señal fue aún más dura: medios y estudios coinciden en que los votos nulos y blancos superaron el 60–65%, consolidando una mayoría que prefería descalificar la oferta antes que respaldar a aspirantes desconocidos surgidos de una preselección dominada por una mayoría oficialista. Para 2024, la incapacidad de la Asamblea para renovar a las autoridades desembocó en la crisis judicial marcada por la prórroga de mandatos, que exhibió el colapso definitivo del modelo.

Electores sin información y selección política

En todas las elecciones judiciales bolivianas se ha repetido un dato inquietante: el ciudadano promedio no conoce a los candidatos, y aun los abogados que han escuchado algunos nombres carecen de información suficiente para una decisión responsable. Las papeletas llenas de rostros anónimos, sin campañas claras de mérito ni trayectoria, convierten el acto de votar en un ejercicio casi ciego.

La raíz de este problema está en el mecanismo de preselección parlamentaria: la Asamblea decide quiénes aparecen en la papeleta, de manera que el voto popular se limita a legitimar una lista filtrada por mayorías políticas. Aunque cambie el proyecto político en el Gobierno, mientras la lógica de reparto y negociación se mantenga, la estructura reproduce una suerte de “gatopardismo”: cambiar para no cambiar nada.

Auto prorrogados y la página más triste

La prórroga de mandatos de magistrados más allá del plazo previsto por la Constitución se convirtió en la expresión más cruda del fracaso del sistema. La decisión de extenderse en funciones, aprobada por el propio Tribunal Constitucional, abrió una crisis de legitimidad sin precedentes y terminó por erosionar cualquier confianza residual en las altas cortes.

Esa etapa de autos prorrogados sintetiza la página más triste de esta historia: un modelo diseñado para democratizar la justicia que terminó sirviendo para blindar elites judiciales con respaldo jurídico discutible y creciente desaprobación social. El mensaje ciudadano fue nítido: ni las urnas ni la prórroga pudieron otorgar la legitimidad que el modelo prometió.

El derroche en campaña y la sombra de la corrupción

En cada ciclo de elecciones judiciales, se ha observado un despliegue costoso de propaganda y logística electoral para elegir a autoridades que la propia ciudadanía termina rechazando con votos nulos o blancos mayoritarios. El gasto público en organización del proceso se suma a campañas individualizadas de algunos candidatos, sin que exista claridad sobre quién financia realmente esos esfuerzos.

La pregunta es inevitable: si detrás de ciertos rostros hay grupos de interés que invierten en la campaña o si los propios aspirantes destinan recursos personales significativos, ¿cómo se equilibra esa cuenta una vez en el cargo? De allí surge el “secreto a voces” de la corrupción en estos órganos: un sistema que permite inversión política previa, es terreno fértil para compensaciones posteriores, trato preferencial y captura silenciosa de la justicia.

México y el espejismo de otro gobierno “socialista”

La experiencia mexicana reciente aporta una advertencia importante: el intento de rediseñar la justicia con fuerte impronta política y discursos de transformación radical ha producido resultados cuestionados, con acusaciones de captura de órganos judiciales y debilitamiento de los contrapesos. Lejos de consolidar una justicia más cercana al pueblo, las tensiones entre el Ejecutivo y el Poder Judicial han mostrado que el control político de las altas cortes puede agravar la crisis institucional.

Lo paradójico es que otro gobierno que se presenta como “socialista” y reformador, como el de la actual presidenta de México, termina replicando errores similares: usar la bandera de la democratización o de la justicia popular para justificar un avance sobre la independencia judicial. La experiencia mexicana refuerza la idea de que el problema no es sólo el modelo de elección, sino la tentación de convertir a los jueces en piezas de un proyecto político, cualquiera sea su signo ideológico.

Una salida posible: selección social y elección parlamentaria

Frente a este panorama, una alternativa razonable es trasladar el protagonismo de la preselección a instituciones de la sociedad civil: colegios de abogados, universidades, organizaciones especializadas y entidades con solvencia ética y técnica. Estas instancias podrían construir listas a partir de criterios claros de mérito, trayectoria y probidad, sometidas luego a una deliberación abierta y transparente.

Sobre esa base, la Asamblea Legislativa podría realizar la elección final, ya no como un reparto de cuotas, sino como un ejercicio de control político responsable sobre candidaturas construidas desde fuera del sistema de partidos. No se trata de negar el papel del Parlamento, sino de cambiar el punto de partida: primero mérito y sociedad civil, luego decisión política sometida al escrutinio público.

Para el caso del Consejo de la Magistratura me sumo a muchas voces en sentido de que se restablezcan las funciones del autogobierno y se determine que sus miembros sean elegidos por el propio Órgano Judicial para asegurar su autonomía.

También es importante fortalecer la independencia Judicial, garantizando la independencia financiera y la administración de los recursos, para ello es importante una asignación cuando menos del 3 % del Presupuesto General de la Nación y prohibir su modificación por el Órgano Ejecutivo.

Meritocracia imperfecta, pero menos dañina

Es importante reconocer que ningún sistema, ni siquiera el más sofisticado en términos de meritocracia, no garantiza que lleguen siempre “los mejores” a las altas cortes. La evaluación de trayectoria, producción académica, experiencia y ética personal tiene márgenes de subjetividad, y todo procedimiento institucional puede ser objeto de presiones e intereses.

Sin embargo, un modelo que reduzca la lógica electoral y aumente las barreras técnicas y éticas puede, al menos, impedir que lleguen los peores, que es exactamente lo que la experiencia boliviana ha mostrado en más de una ocasión. No es casual que, en muchos países, los mejores abogados no integren las altas cortes: las exigencias del cargo, la exposición política, los salarios no competitivos y la pérdida de libertad profesional disuaden a quienes tienen carreras consolidadas. El reto, entonces, no es sólo cambiar el mecanismo de designación, sino transformar el conjunto de incentivos para que el servicio en las altas magistraturas sea visto como la culminación digna de una vida jurídica ejemplar, y no como un botín de coyuntura al alcance del que tenga más contactos o más recursos para gastar en una campaña.