El salario mínimo: un control de precios con nombre bonito


 

El salario mínimo suele presentarse con bombos y platillos como una política noble, casi moralmente incuestionable. ¿Quién podría estar en contra de que la gente gane más? Sin embargo, detrás de ese nombre amable y populista se esconde algo mucho menos romántico: un control de precios. Ni más ni menos. En este caso, el precio intervenido no es del pan ni de la gasolina, sino del trabajo.



Desde una perspectiva liberal, el salario es el precio de la productividad de una persona. Cuando el Estado fija un salario mínimo por decreto, impone un precio artificialmente alto para determinados trabajos, independientemente del valor real que generan. El resultado final no es magia. Es distorsión.

Porque cuando el salario mínimo se fija, por ejemplo, en Bs. 3.300, toda persona cuya productividad no alcance ese nivel, queda automáticamente excluida del mercado laboral formal, no por injusticia, sino por aritmética simple.

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¿A dónde van esas personas? A la informalidad, que de hecho ya está por encima del 70% en Bolivia. Los llamados “mercados negros” de trabajo no son otra cosa que empleos sin contrato, sin beneficios sociales y sin protección legal. El salario mínimo no elimina la explotación; la empuja fuera del sistema y la vuelve invisible.

También se genera desempleo. Especialmente entre jóvenes, personas mayores o trabajadores poco calificados. El decreto no los protege: los condena a no ser contratables. Al mismo tiempo, muchas empresas, sobre todo las pequeñas, no pueden absorber este aumento de costos, por lo que terminan subiendo precios, reduciendo personal o simplemente cerrando. Porque por más mágico que suene anunciar incrementos salariales, la productividad de las personas y la rentabilidad no crecen por órdenes ministeriales.

Aquí aparece el argumento clásico de la izquierda: que sin salario mínimo el “empresario capitalista” se aprovecharía de la gente. El contrato laboral es un acuerdo voluntario entre dos partes: una ofrece trabajo y la otra ofrece un salario. Nadie está obligado a aceptar una oferta que no le conviene.

Además, la verdadera protección al trabajador no viene de una norma estatal, sino de la libre competencia entre empleadores. Donde hay inversión, crecimiento y múltiples empresas compitiendo por talento, los salarios suben de manera natural.

Friedrich Hayek advertía que los controles de precios siempre producen efectos contrarios a los buscados, porque ignoran la información que solo el mercado puede procesar. El salario mínimo es un ejemplo perfecto de esa arrogancia regulatoria.

Y ojo, no estoy en contra que los salarios suban, por supuesto, que deben subir; pero de la única manera sostenible posible: con más inversión, más capital y más productividad. Eso no se decreta. Se construye.

Si bien otras medidas del decreto como sincerar el precio del combustible han sido acertadas, pienso que el foco principal de este nuevo gobierno debería ser achicar el Estado a su mínima expresión y facilitarle la vida al sector privado. Menos trabas, menos impuestos y menos regulaciones. Porque el único capaz de generar empleo real, salarios crecientes, dólares y progreso sostenido no es el Estado, sino el sector privado. Todo lo demás es relato y populismo, que ya nos han costado muy caro.

Roberto Ortiz Ortiz

MBA con experiencia corporativa en banca y telecomunicaciones