No lo sé. Quizás por ingenuidad, por cansancio o, simplemente, porque no queda otra opción más que creer para seguir en nuestro país y no hacer las maletas para huir. Yo prefiero pensar que decidí creer por amor a mi tierra; porque quiero que mi hija crezca aquí, en este país que para mí es el mejor del mundo.
Sin embargo, declarar que uno cree y luchar por esa creencia no es fácil. Y esto no tiene nada que ver con la frase “qué difícil es amar a Bolivia”, pues aquella suele estar antecedida por cuotas de poder, cargos y esa otra famosa sentencia sobre “cruzar ríos de sangre”.
Cuando digo que no es fácil, me refiero a esa lucha que nace del corazón, sustentada en principios e ideología. Esa que buena parte de quienes hoy hacen política tuvieron alguna vez, cuando luchaban en las calles, antes de que el poder y la burocracia los corrompieran; cuando aún albergaban ideas genuinas de libertad, democracia y justicia.
No es fácil porque, al llegar a un pequeño espacio cercano al poder, aparecen “amigos” con ofrecimientos para mejorar tu vida. O, peor aún, surge en tu cabeza ese “lado oscuro” que te quiere convencer de que ya luchaste bastante, que ahora les toca a otros y que mereces una vida mejor.
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Pero hay algo aún más desalentador: hacer campaña, creer en los discursos de tu candidato o líder, y luego recibir tu bienvenida a la realpolitik. Entonces te das cuenta de que te usaron y, al terminar la campaña, olvidaron tu nombre.
Parte de creer hoy pasa por un emocionante espectáculo de fe democrática, el parlamento se dispone a cumplir con uno de sus rituales más conmovedores y aleatorios: la elección de los vocales del Tribunal Supremo Electoral. Sí, esos guardianes supremos de la pureza del voto, los árbitros de nuestra voluntad popular serán elegidos mediante el sofisticado método de integridad a través de sus currículums, donde, como es sabido, la sección “Ética Impecable” viene justo después de “Experiencia Laboral” y antes de “Habilidades de Office”. Esto es algo fundamental para seguir creyendo en la democracia.
Sin embargo, y dejando de lado la ironía, el panorama que se presenta es complejo y plantea profundas reflexiones. Nos encontramos con una lista abrumadora de más de 400 candidatos, ellos bajo el título de “persona proba y de altos valores”. Este calificativo, que debería ser la piedra angular de la selección, se convierte en el primer desafío: ¿cómo discernir la verdadera probidad entre tantas declaraciones? No existe un escáner que detecte la integridad, y la historia reciente de muchas democracias demuestra que títulos y experiencias impresionantes no son garantía de ética a prueba de presiones.
Esto nos lleva a una segunda e incómoda pregunta: si la probidad es un valor intrínseco e incuestionable, ¿por qué su demostración pública parece depender de un extenso despliegue de recomendaciones y amistades influyentes? La paradoja es evidente. Un sistema diseñado para buscar a los mejores parece premiar, en la práctica, a quienes tienen mejores padrinos o están mejor conectados en los círculos de poder. Esto genera una sospecha fundada: ¿se está evaluando la virtud o la utilidad política? ¿La solvencia moral o la lealtad a un grupo? Cuando la red de influencias pesa más que los méritos transparentes, el proceso se vacía de su esencia.
Finalmente, llegamos al meollo político: la búsqueda de “consensos”. En teoría, el consenso es loable, implica diálogo y construcción colectiva. Pero en la práctica descrita, se asemeja más a un “juego de figuritas”, un trueque donde las virtudes de los candidatos son moneda de cambio. El objetivo deja de ser elegir a la persona más idónea para custodiar el voto, y se transforma en convencer a los demás de que “tu” candidato es el menos amenazante o el más beneficioso para los intereses de todos los bandos. En este regateo, las “otras figuritas” —es decir, candidatos, quizás más técnicos, pero menos convenientes políticamente— son sacrificadas. El resultado puede ser un acuerdo que satisface a las cúpulas, pero no necesariamente a la ciudadanía que anhela un árbitro imparcial.
Frente a este escenario, es fácil caer en el cinismo y descreer totalmente del sistema. No obstante, la reflexión crítica debe llevarnos a una conclusión constructiva: efectivamente, el sistema no es perfecto, pero es mejor intentar acercarse lo más posible al ideal. La imperfección no es una excusa para la rendición, sino un llamado a la vigilancia.
