El Tribunal Supremo Electoral (TSE), en su nueva etapa institucional, enfrenta quizá uno de los desafíos más complejos desde su creación constitucional: reconstruir la confianza social en un país marcado por tensiones políticas, transformaciones sociales aceleradas y una ciudadanía cada vez más exigente, informada y diversa. La coyuntura actual nos recuerda que la democracia no se sostiene únicamente en procedimientos, sino en un compromiso ético profundo, semejante al espíritu que impregnó el memorándum de 1904—un documento que, más allá de su contenido histórico, simboliza la necesidad de instituciones probas, independientes y guiadas por la rectitud moral en la administración del poder público.
Hoy, el TSE debe navegar entre nuevos paradigmas sociales que transforman la participación política: generaciones jóvenes que reclaman transparencia inmediata, comunidades digitales que fiscalizan en tiempo real, sectores marginados que adquieren voz propia y nuevas formas de organización social que ya no responden a la lógica partidaria clásica. A ello se suma una crisis de confianza que no se resuelve con discursos, sino con gestos institucionales firmes, coherentes y sostenidos.
La voluntad del constituyente, expresada en la Constitución de 2009, otorgó al TSE la delicada misión de ser “árbitro imparcial del juego democrático” y garante de los derechos políticos sin distinción. Ese mandato exige al nuevo Órgano Electoral la capacidad de actuar con independencia, incluso frente a presiones políticas de alto voltaje, reafirmando que la legitimidad democrática se funda en la certeza del voto y no en la fuerza coyuntural de los actores políticos.
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El nuevo TSE debe reconstruir puentes entre la técnica electoral y la ética republicana: fortalecer los sistemas de control interno, depurar el padrón con absoluta transparencia, garantizar elecciones eficientes y confiables, y promover una pedagogía democrática que explique, eduque y prevenga la manipulación informativa. Asimismo, debe asumir que la inclusión social no es una consigna, sino una obligación constitucional que amplía la democracia hacia quienes históricamente quedaron fuera del centro político.
En un contexto de polarización, el TSE está llamado a actuar con la serenidad que exige la función pública más delicada del país: administrar la voluntad popular. Solo así podrá honrar la mística institucional heredada de 1904 y la visión del constituyente moderno, reafirmando que la democracia boliviana no es un terreno de disputa, sino un espacio de convivencia plural donde cada voto cuenta, cada ciudadano importa y cada decisión institucional repercute en el destino colectivo.
Con ética, firmeza y visión histórica, el nuevo TSE puede convertirse no solo en un administrador de procesos electorales, sino en un pilar moral y técnico que reconcilie a Bolivia con su propia democracia.
Autor: Carlos Pol Limpias, abogado con doctorado en derecho con mención en sistema jurídico plural
