¿Será que Evo realmente se despide de sus bases? En un mensaje navideño dirigido a los cocaleros del Chapare, el expresidente Evo Morales habló de dejar sus tierras a las seis federaciones, como si se acercara el momento de su detención o de su renuncia definitiva a continuar encabezando los sindicatos del trópico.
Si fuera cierto, estaríamos asistiendo al desenlace del que se espera sea el último caudillo en la política boliviana. Morales gobernó casi 14 años y su obsesión por el poder era tal que no se resignaba a quedar fuera del escenario político nacional. Intentó ser candidato una y otra vez, hasta que un fallo internacional definitivo lo dejó fuera de la jugada para siempre.
En el claroscuro de su historia política habrá que destacar, sin mezquindades políticas, que en algún momento su aporte fue muy importante para propiciar la inclusión indígena y comenzar a desterrar el racismo, en un país al que le ha costado históricamente resolver el dramático conflicto de sus identidades diversas.
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Morales fue un símbolo y un protagonista de las luchas sindicales a lo largo de toda la década de los noventas. En medio de los cocales fundó el proyecto político que lo llevaría, primero, a convertirse en un factor determinante en la estructura de los movimientos sociales contestatarios a las políticas “neoliberales”, y más tarde en el actor central de lo que se pretendía una transformación histórica de largo plazo.
El expresidente no solo gozó de respaldo interno, sino de un indudable apoyo a nivel internacional, entre los movimientos populista de izquierda de la región, pero también en el progresismo europeo y una intelectualidad dispuesta a justificar y destacar el modelo “revolucionario” boliviano más allá de sus evidentes limitaciones y problemas.
La de los cocaleros fue la lucha no armada, pero sin duda violenta, que tomó la posta de los movimientos de fines de la década de los sesentas y principios de los setentas. El trópico de Cochabamba fue una curiosa síntesis de la gesta sindical minera y la frustración revolucionaria de los tiempos del guevarismo.
Para cualquier observador romántico, como los hubo muchos que incluso pusieron a Evo Morales en el pedestal de las luchas independentistas junto a otros próceres, los primeros años del gobierno del MAS fueron casi tan importantes como aquellos que marcaron también el inicio festivo de la revolución cubana. Se trataba, además, de una revancha regional después del que, para muchos de ellos, fue el amargo fin de la referencia soviética en el mundo.
Morales llegó al gobierno como el redentor de los humildes y el líder que iba a saciar la sed de justicia que era el denominador común en mucho más de la mitad de la población boliviana.
Casi 6 de cada 10 personas vivían entonces en una condición de pobreza moderada y el 40% restante en pobreza extrema, un cuadro hasta cierto punto vergonzoso para un país que se aprestaba a inaugurar el nuevo milenio.
El expresidente se desdobló en un gobernante para la escena internacional, ávida de heroísmos populares, y en en otro para el escrutinio interno. Su primera víctima fue la propia democracia que le permitió llegar al poder y lo fue porque su perfil de liderazgo exigía la continuidad sin los límites constitucionales, para poder consolidar un proyecto autoritario.
Mientras dispuso de recursos para repartir – dilapidar – el caudillo no encontró freno a su ambición, pero en cuanto los ingresos comenzaron a caer y la billetera del dispendió se achicó, dejó de ser referencia de cambio y se convirtió en el principal obstáculo para las soluciones que demandaba el país.
Morales quiso jugar un tercer tiempo imposible, proyectó herederos fallidos – y desleales – y, a fin de cuentas, desde los márgenes, vio desmoronarse el montaje del que había sido pilar original y quedó expuesto, fragil y patético, a la revelación de su intimidad más perversa.
Hoy, allí donde nació el “héroe”, el villano ensaya su despedida entre sus últimos leales. Es el fin de un largo capítulo histórico que marco las primeras décadas del nuevo siglo.
