La ciencia económica está llena de aparentes paradojas, especialmente cuando se analiza la naturaleza del dinero. Consideremos la diferencia entre el “dinero bueno”, aquel que preserva su valor y goza de amplia aceptación, y el “dinero malo”, que pierde valor y genera desconfianza entre los agentes económicos.
La intuición sugeriría que el dinero bueno debería desplazar al dinero malo, pues nadie querría utilizar un medio de pago que no cumple adecuadamente sus funciones. Sin embargo, la experiencia histórica –y la realidad de muchas economías con desequilibrios monetarios– muestra lo contrario: el dinero malo tiende a circular masivamente, mientras que el dinero bueno desaparece de la vista. ¿Por qué ocurre esto?
La explicación es sencilla. Cuando una moneda pierde valor de forma sostenida, los agentes económicos buscan desprenderse de ella lo más rápido posible, acelerando aún más su depreciación. En cambio, la moneda que mantiene su poder adquisitivo se convierte en un activo refugio, aumentando su demanda y reduciendo su disponibilidad en el mercado. Todo el mundo la busca, pocos la encuentran y, cuando la obtienen, la atesoran. De ahí la percepción de que el “dinero bueno” desaparece.
Esta dinámica se sintetiza en la conocida Ley de Gresham: el dinero malo desplaza al dinero bueno. Aunque formulada en el siglo XVI en un contexto de bimetalismo, su lógica sigue ofreciendo paralelos útiles para comprender fenómenos contemporáneos. El caso boliviano no es una excepción: mientras el boliviano pierde poder adquisitivo, el dólar se vuelve escaso.
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La razón no es misteriosa. La política económica de la última década –caracterizada por déficit fiscal persistente financiado mediante expansión monetaria y pérdida de credibilidad institucional– ha erosionado el valor del boliviano frente a bienes (inflación) y frente a otras monedas (depreciación). Ante esta expectativa de deterioro futuro, los agentes buscan dolarizar sus portafolios. Cada nueva inyección de divisas provoca una respuesta inmediata: convertir bolivianos en dólares antes de que pierdan aún más valor.
Este escenario ha reabierto el debate sobre alternativas monetarias. Una de ellas es la dolarización. Aunque el dólar también ha perdido capacidad adquisitiva a lo largo del tiempo, su administración resulta –comparativamente– más predecible y confiable que la del boliviano, lo cual explica su atractivo como reserva de valor. En este contexto, las iniciativas políticas de Javier Milei en Argentina y los aportes teóricos de Mauricio Ríos García en Bolivia constituyen referencias inevitables para ese debate.
Además, no es obligatorio depender de monedas emitidas por Estados. Los bolivianos no solo utilizan billetes impresos por Oberthur Fiduciaire en Francia bajo autorización del Banco Central; hoy existen alternativas descentralizadas –como las criptomonedas– que ofrecen mecanismos de resguardo de valor ajenos al control gubernamental. Su adopción requiere educación financiera, pero representan una opción real en un entorno de creciente desconfianza monetaria.
En conclusión, el dinero bueno no desaparece: simplemente se oculta, protegido y atesorado, desplazado por una moneda mal administrada que los agentes desean abandonar lo antes posible. La pregunta no es dónde están los dólares, sino por qué dejamos que el boliviano nos obligue a buscarlos.
Oscar M. Tomianovic
Investigador económico, Centro de Estudios Populi
