En Francia, los revolucionarios jacobinos creían que la verdadera democracia no podría comenzar hasta que hubieran purgado a sus enemigos.
Una característica particular de la política del siglo XXI, que aumenta el riesgo del discurso violento, es la desinhibición digital. Las redes sociales nos permiten a todos mantener protagonismo o anonimato, sin que esto nos exima de la responsabilidad por lo que publicamos. A propósito de las redes, una memorable caricatura del New Yorker sentenció: “Nadie sabe que eres un perro”. Está claro que muchas veces, al menos en política, permite comportarse como tal. Cualquiera que se haya postulado a un cargo público ha experimentado la paradoja de que el contacto directo y personal con los votantes, incluso con aquellos que nunca votarán por uno, rara vez es desagradable, mientras que los comentarios, (especialmente los anónimos) de votantes en las redes sociales de un político con demasiada frecuencia forman una maraña de insultos y abusos.
Cuando el discurso se ve separado de toda responsabilidad de ser moralmente ético hacia la persona a la que se dirige, cuando oradores pueden agruparse en ataques virales contra un político, la desinhibición puede alentar discursos y actos cada vez más violentos. Un electorado desinhibido, cuyos miembros no sienten ninguna responsabilidad de civilidad o decoro hacia los políticos, es una invitación abierta al líder político a usar un lenguaje sin la disciplina de ninguna preocupación por sus efectos sobre la democracia misma. Por lo tanto, no es necesariamente cierto que cuando los políticos usan un lenguaje violento, catalogando a sus oponentes y otros de enemigos o traidores, simplemente representen los sentimientos de sus electores o respondan a las injusticias y divisiones de la sociedad en general. La verdad puede ser más oscura, puede ser un juego de palabras no para representar el agravio, sino para crearlo y polarizar para obtener ventajas políticas, todo ello en un espacio digital que ha perdido toda relación con la realidad.
Una vez que algún líder de un sistema democrático recurre a una «política de enemigos», el lenguaje, los hábitos y las tácticas de demonización practicadas en el sistema se propagarán a través de los medios de comunicación e internet, afectando los instintos políticos de la ciudadanía en general. Al principio, el público puede desconfiar del lenguaje de los líderes e incluso resistirse a sus simplificaciones letales, ya que estas pueden no corresponder a su propia experiencia social. Pero con el tiempo, a fuerza de repetición, el discurso puede tomar el control y definir por completo el marco de la realidad de sus simpatizantes para interpretar su mundo digital. Una política de enemigos trata a los oponentes políticos como amenazas que deben ser eliminadas o destruidas. La acusación principal es que los oponentes pretenden devastar la democracia misma. Dado que la amenaza que representan es existencial, todos los medios posibles para combatirlos son válidos. La moderación se considera debilidad, la prudencia, pusilanimidad. Una política de enemigos es perniciosamente personal. Su propósito es negarle al oponente su posición, es decir, el derecho a ser creído, incluso a ser tomado en serio. Lo que hace atractiva una política de enemigos es que su crueldad a menudo se presenta como una defensa de la democracia misma. Una política de enemigos puede tener el falso glamour de una simplificación seductora, pero conlleva peligros para quienes la practican. Quien a hierro mata, a hierro muere.
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Entre los aspectos menos estudiados de la política democrática actual se encuentran los rituales, prácticas y hábitos ideados a lo largo de los años para evitar que la competencia se vuelva destructiva para el propio sistema democrático. Estas prácticas, como la prohibición de la difamación, no han sido desarrolladas para evitar una destrucción asegurada. Cuando los partidos políticos son débiles, la socialización política será débil y será más probable que los actores políticos se consideren no como potenciales servidores públicos con responsabilidades ante el sistema democrático, sino simplemente como emprendedores para disfrutar del poder.
Las reglas informales de interacción de la democracia podrían describirse mejor como un código de civilidad hipócrita. Estas reglas buscan definir hasta dónde se puede llegar en la competencia política, Las democracias sólidas responden a esta pregunta para los políticos prescribiendo reglas que impiden el discurso y las prácticas extremistas. Dejando a un lado las reglas, los propios políticos aprenden rápidamente que llevar la competencia demasiado lejos tiene sus costos. Tampoco es cierto que la virtud y el coraje siempre puedan mantener una posición cuando las personas fallan. La moderación democrática exige más imparcialidad de la que la mayoría de los políticos a veces son capaces de demostrar. La hipocresía no puede ser el vicio que se rinda ante la virtud personal.
Mgr. Fernando Berríos Ayala /Politólogo
