Por: Johnny Nogales Viruez
El Decreto Supremo 5503 llega como respuesta ineludible -y hasta largamente demandada- a una situación económica crítica que venía gestándose desde hace años.
Antes del decreto, los precios ya habían experimentado una elevación considerable y persistente, como efecto de una distorsión profunda del sistema cambiario. La brecha entre el tipo de cambio oficial y el paralelo fue el verdadero motor de una inflación silenciosa. No es un dato menor recordar que el dólar en la calle llegó a bordear los 20 bolivianos en algunos momentos, pulverizando cualquier referencia real de costos, especialmente en las importaciones y la reposición de mercaderías, incluso de producción nacional.
Lo más revelador es que, aun cuando en las últimas semanas el dólar paralelo retrocedió a menos de 10 bolivianos, los precios de los productos y servicios no bajaron, ni siquiera los de primera necesidad. Esa rigidez demuestra una verdad incómoda: la inflación ya se había instalado en la economía cotidiana.
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Este desajuste no fue accidental ni inevitable. Fue consecuencia de la prolongada pérdida de reglas claras y de certidumbre, como resultado de años de mala gestión y corrupción, que vaciaron las reservas internacionales, elevaron peligrosamente el endeudamiento y dilapidaron la mayor bonanza económica que conoció el país.
En ese contexto, es comprensible que las primeras reacciones frente a las medidas adoptadas por el Gobierno hayan sido de sorpresa, inquietud o rechazo. Por demasiado tiempo se vivió en la ficción del subsidio permanente y los precios artificiales. Pero cuando se rompe una ficción, el impacto es inmediato; aunque exista la conciencia de que persistir en la negación solo habría profundizado el desorden y acelerado el deterioro.
El DS 5503, aun con sus posibles márgenes de error, enfrenta la crisis e intenta ordenar lo que ya estaba desordenado. Transparentar precios y reconocer costos reales equivale a ponerle nombre a un problema que ya existía. Negarlo sería perpetuar el colapso silencioso.
Conscientes del impacto social, las medidas incorporan mecanismos de mitigación para los sectores más vulnerables. Se incrementan bonos como el Juancito Pinto y la Renta Dignidad, se crea el Programa Extraordinario de Protección Económica (PEPE) y se dispone el aumento del salario mínimo a 3.300 bolivianos. Ninguna de estas acciones resuelve el problema estructural, pero todas buscan amortiguar el golpe inicial.
Conviene precisar que, con un salario básico fijado en 3.300 bolivianos, el costo real mensual para el empleador asciende a 4.833 bolivianos, al sumarse las cargas sociales y laborales obligatorias. Esto permite dimensionar que el reordenamiento económico también tiene efectos directos sobre el sector privado formal, que asume una parte significativa del costo social.
No deja de sorprender que, incluso dentro del propio gobierno, surjan voces críticas. Algunas responden más al afán de preservar protagonismos personales que a una voluntad genuina de asumir la responsabilidad colectiva que exige sacar al país de la crisis. La coyuntura también ha sido aprovechada por políticos desplazados, que intentan instalar la falacia de que “antes estábamos mejor”. Conviene no perder la memoria: fueron ellos quienes condujeron al país a la crítica situación actual o colaboraron, desde la omisión o la acción.
Superada la fase inicial del ajuste, comienza a activarse una dinámica fundamental: la búsqueda de precios acordes al mercado. Cuando las reglas se aclaran, la ciudadanía distingue entre quien especula y quien compite con honestidad. El abuso pierde clientela; la competencia la gana.
Un ejemplo claro de esta transición se observa en el transporte. Algunos operadores anuncian incrementos de hasta 200% en sus tarifas, justificándolos exclusivamente en el alza del precio de los combustibles. Esa interpretación es, al menos, parcial. El propio decreto contempla medidas compensatorias como la liberación de aranceles para importar llantas, repuestos, aceites y otros insumos esenciales. Pretender trasladar todo el ajuste al usuario, ignorando estas disposiciones favorables, no es sincerar precios; es aprovechar el desconcierto.
En este nuevo escenario, la competencia vuelve a cumplir su rol disciplinador de castigar el abuso, premiar la eficiencia, y devolver al ciudadano el poder de elegir. No se trata de resignación, sino de responsabilidad. Buscar, comparar, decidir y rechazar son prácticas que deben acompañar a una economía que aspira a dejar atrás el caos y la manipulación. Cuando el mercado funciona con reglas claras, no manda el más fuerte, sino quien ofrece mejor precio y mejor servicio.
El debate es legítimo y la crítica necesaria. Pero también lo es la honestidad. No se puede exigir soluciones responsables y, al mismo tiempo, rechazar toda decisión que implique asumir costos. El DS 5503 no ofrece milagros; reconoce una realidad largamente negada. Y tras el impacto inicial, lo que está en juego es recuperar la verdad y establecer una nueva ruta en la política económica.
Sin verdad no hay confianza, y sin confianza no hay inversión, empleo ni futuro. Gobernar, a veces, no consiste en agradar, sino en hacerse cargo. Bolivia ya no puede seguir premiando la negación ni el aplauso momentáneo por encima del deber histórico de enderezar el rumbo.
