La reciente aprehensión del expresidente Luis Arce Catacora ha actuado como un sismógrafo moral, registrando las profundas fallas de la lealtad y la ética dentro del neopopulismo autoritario. Más allá de las implicaciones judiciales y la polarización inherente a nuestro sistema, lo que verdaderamente estremece es el silencio ensordecedor y la prácticamente nula solidaridad de quienes, hasta hace muy poco, eran sus más cercanos colaboradores, sus supuestos cuadros partidarios, y los beneficiarios directos de su gestión.
La política, en esencia, es una actividad que se construye sobre alianzas, favores y el músculo del apoyo mutuo. Pero cuando el poder se esfuma, esa arquitectura de lealtades se revela tan frágil como un castillo de naipes. Lo que estamos presenciando es la más cruda manifestación de la ingratitud del poder, un fenómeno universal que en Bolivia parece adquirir una resonancia especialmente amarga.
Arce Catacora, continuador de un proyecto fallido que nació envilecido y que prometió estabilidad y una senda económica propia, se encuentra ahora en una dolorosa soledad. Su equipo ministerial, los viceministros y directores que ocuparon cargos de privilegio bajo su amparo, han optado por la prudencia del anonimato, la negación del pasado, o incluso, el acomodo a los nuevos vientos. Es una danza conocida en la que los supuestos amigos se transforman en observadores distantes, temerosos de que la sombra de la desgracia del exjefe los alcance.
Esta deserción masiva no es solo un fallo personal hacia Arce, sino un síntoma de una enfermedad típica del neopopulismo autoritario: la instrumentalización de las personas. El colaborador no es leal a la figura o al proyecto, sino al cargo y al poder que emana de él. Una vez que la fuente se seca, la riada de supuestos seguidores se desvía sin miramientos hacia el nuevo manantial de influencia.
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En este panorama de mezquindad y cálculo político, la actitud de la exministra de la presidencia, María Nela Prada, brilla con una luz escasa y, por ello mismo, significativa. Su defensa pública y su visible apoyo al expresidente rompen con el guion de la conveniencia.
Prada no solo ha demostrado una lealtad personal que trasciende el cargo, sino que también ha puesto en evidencia el valor moral de asumir la responsabilidad histórica de una gestión compartida. En un sistema donde los errores se privatizan y los éxitos se colectivizan, su postura es una rara muestra de integridad política. Ella se ha convertido, paradójicamente, en el espejo donde los demás excolaboradores deberían ver reflejada su propia cobardía. Su acción subraya que, incluso en la política más pragmática, hay espacio para la reciprocidad.
Este episodio debería servir como una severa advertencia para todos los actores políticos. El poder es efímero, la reputación perdura. Los cargos son temporales y la ingratitud es una moneda corriente en la mala hora de la debacle.
Para superar estas taras de la política criolla, urge construir estructuras partidarias donde la lealtad se base en principios ideológicos y no solo en la prebenda. La política necesita menos oportunistas y más estadistas. La falta de solidaridad en momentos críticos no es neutralidad; es una forma de traición a la supuesta camaradería construida en el campo de batalla político.
La aprehensión de un expresidente, aun cuando esta está plenamente justificada por los gravísimos indicios de corrupción que pesan en su contra, es un evento que sacude los cimientos de la democracia. Pero la lección más notable que nos deja es la de la soledad del líder depuesto y la facilidad con la que el neopopulismo autoritario olvida a sus propios artífices.
La figura de Luis Arce Catacora es hoy el rostro de la ingratitud política, un recordatorio de que, en las alturas del poder, el verdadero valor de un colaborador se mide en el momento de la caída, no en el esplendor del ascenso.
Por Ricardo V. Paz Ballivián
