En los pasillos de los Tribunales Electorales Departamentales de Bolivia, ayer se respiraba un aire denso, cargado de una mezcla de oportunismo y desesperación. Se han cerrado los registros de candidaturas para las elecciones del 22 de marzo y, como si se tratara de un casting para un reality show, hemos visto desfilar a miles —literalmente miles— de ciudadanos convencidos de que el destino del país depende de que ellos ocupen una silla en una alcaldía, una gobernación, un concejo municipal o en una asamblea departamental.
Lo que resulta fascinante, y a la vez profundamente alarmante, es la naturaleza de este «objeto del deseo» llamado política. Para un grupo nada despreciable de estos postulantes (por supuesto que hay importantes y brillantes excepciones), la gestión pública no es un servicio, ni una responsabilidad técnica, ni mucho menos una vocación. Es un fetiche. Un accesorio de estatus que se busca con la misma ligereza con la que se compra un auto nuevo o se cambia de corte de pelo, pero sin tener la menor idea de cómo se conduce la máquina del Estado.
Asistimos a la era del candidato sin atributos. Personajes que no podrían explicar la diferencia entre el POA (Plan Operativo Anual) y el PDES (Plan de Desarrollo Económico y Social), pero que sonríen con dentadura blanqueada en los carteles. Carecen de formación, de trayectoria en la gestión de lo público y, lo que es peor, de un plan mínimo de gobierno. Su única «calificación» es haber acumulado un puñado de seguidores en TikTok o ser el «amigo de» algún caudillo o “jefazo” circunstancial.
El absurdo se completa con la aritmética del fracaso. Hay candidatos cuyas posibilidades de éxito son, estadísticamente, equivalentes a cero. Postulan por siglas que son meros cascarones de alquiler, siglas que —irónicamente— cambian de manos y de ideología según la temporada de ofertas.
Aquí llegamos al punto más cínico del proceso: el desprecio absoluto por los principios. En esta subasta electoral, la ideología ha muerto. Vemos a «izquierdistas» recalcitrantes abrazados a siglas de la «derecha» más rancia, y a defensores del libre mercado postulando por partidos que piden la nacionalización hasta del aire. No les importa. El objetivo no es transformar la realidad, sino acceder al presupuesto, al contrato, a la «pega».
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Esta promiscuidad política tiene un costo altísimo para nuestra democracia, la erosión de la confianza. El ciudadano ve la política como una tómbola de oportunistas. Cuando estos «vendedores de humo» llegan a ganar por un golpe de suerte o un voto castigo (que sucede con mucha más frecuencia de lo que uno podría creer), la gestión colapsa ante su propia ignorancia. La proliferación de candidatos sin base solo sirve para fragmentar el voto y entregar el poder a minorías sin legitimidad real.
Bolivia se enfrenta a un desafío técnico y moral el próximo marzo. Gobernar un municipio o un departamento en tiempos de crisis económica no es un juego de popularidad; es una tarea para cirujanos de lo público, no para entusiastas del aplauso fácil. Mientras la política siga siendo vista como un botín de guerra por quienes no tienen más mérito que su propia ambición, seguiremos asistiendo a este carnaval de lo absurdo cada vez que se abren las urnas.
El 22 de marzo no solo elegiremos autoridades; elegiremos si permitimos que el «deseo» irracional de unos pocos siga hipotecando el futuro de todos.
Por Ricardo V. Paz Ballivián
